viernes, 29 de agosto de 2014

Juan Villoro - El amigo imaginario

El humo lo acompañaba a todas partes. Aunque prefería el tabaco oscuro, en emergencias aceptaba un cigarro rubio. En Cuba se aficionó a los puros, pero los reservaba para las terrazas calurosas.

Sabía escuchar a los demás; su mirada atenta parecía agregarle interés a lo que el interlocutor decía. Sus ojos, extrañamente separados, miraban con una atención acrecentada, similar a la de los gatos, que él consideraba teléfonos secretos (llevaban mensajes que el receptor debía descifrar). Arrastraba la “erre” y lo atribuía a haber nacido en Bélgica, aunque vivió ahí muy poco tiempo. No le creíamos esta explicación, tan fantasiosa como su primer recuerdo (una alarmante sombra al pie de su cuna). Exageraba la realidad para explicarla desde la imaginación.








Recogía fierros y alambres en las calles para ensamblarlos en azarosas esculturas. Escribía en forma parecida. Le interesaba transformar cualquier resto de la realidad en magia y talismán, entender un tornillo como un objeto sagrado.


Revisaba la página científica de Le Monde en busca de explicaciones racionales para lo sobrenatural. En literatura, era un lector voraz y esnob. Privilegiaba a los autores apenas descubiertos, complejos, prestigiados por su intrépido vanguardismo y sus escasos seguidores.

Sabía mucho de música, acaso demasiado para mantenerse en la esfera de la espontaneidad. Tal vez por eso trataba de llevar el jazz a la prosa; improvisaba en el teclado los solos que nunca dominó en la trompeta y con los que desveló horrorosamente a sus vecinos. Vivía en un edificio que se parecía a su cuerpo: alto, delgado, cargado de hombros. Pasaba los veranos en una casa del sur de Francia a la que agregó cuartos que parecían camarotes. Desde ahí miraba el horizonte de Provenza como un mar color lila.

Estaba harto de traducir informes de organismos multilaterales en la misma medida en que estaba orgulloso de su francés. A ciertos amigos argentinos les escribía en ese idioma, lo cual nos parecía muy argentino.

Pasó una juventud solitaria. Fue un autodidacta ejemplar y encontró en París su universidad. El éxito lo puso en contacto con más personas de las que había soñado conocer. Para su asombro, esto le permitió romper la coraza defensiva con que se apartaba de los otros.

Viajó mucho, cometiendo el error de empacar botellas que no siempre llegaron intactas a su destino. Para conocer un sitio, iba a la plaza a bolearse los zapatos. Desde ese puesto de observación decidía qué tanto le gustaba la gente. Casi siempre le gustaba. Poco a poco, el cazador de sutilezas estéticas se transformó en un ser receptivo y sociable al que extrañamente no le salían canas. Se dejó la barba para mitigar la alarmante juventud de su tercera edad, pero sólo logró verse más beatnik y algo guerrillero. Nos preocupó que su condición de ídolo pop minara sus energías de fabulador. El artista que había dicho que necesitábamos un “Che Guevara del lenguaje” se convirtió en el ángel justiciero que apoyaba revoluciones reales. Pero incluso en política fue literario. En una de sus obras más “comprometidas”, un pingüino se pierde en las calles de París, demostrando que la libertad siempre es extraña.

Su pasión por Glenda Jackson nos hizo saber que le gustaban las mujeres de temperamento decidido, ajenas a la belleza convencional.

Amaba a los niños y lamentó no haber podido tener uno, pero jugó con muchos y se llevó de maravilla con los hijastros transitorios que le deparó el destino. Los colegas lo sentían tan cercano que le mandaban manuscritos para que les diera su opinión. Él les decía que era una lástima que no le enviaran también el tiempo para leerlos. Nunca lo vimos personalmente. No hacía falta. Sus textos nos incluían en su mundo más próximo. Logró que su literatura fuera una forma de la amistad. Odiaba que se le acabara el mate y que la última cucharada del arroz con leche tuviera poca canela. Era un precipitado con la pizza y se quemaba el paladar al primer mordisco. Amaba el ars combinatoria en poesía, pero era clásico para la pizza y escogía la de jamón canónico.

Alguien puso a prueba su tolerancia pidiendo una aberrante pizza hawaiana. No protestó: sabía querer a la gente por sus defectos.

Sabemos esas cosas de los amigos íntimos. El nuestro acaba de cumplir cien años. Se llama Julio Cortázar y aún anda por ahí.




No hay comentarios:

Publicar un comentario

Por favor, sean civilizados.