Un día a principios de los años 70, cuando me acercaba a mi cumpleaños número 40, un amigo nos dijo a mi esposa y a mí que estaba a punto de cumplir los 50. Lo miramos asombrados y con un toque de consternación: Era el amigo más viejo que habíamos tenido. Cincuenta era una edad venerable, la de un hombre viejo.
Por supuesto, una década después yo cumplí los 50. Pero para entonces mi perspectiva había cambiado enormemente: Cincuenta era la edad de un adulto en pleno florecimiento de la madurez, pero la cifra ya no me hacia pensar en la vejez. En mi caso, estaba a punto de iniciar una segunda vida como novelista, así que si acaso me sentía un principiante.
Al transcurrir el tiempo, parece que seguimos moviendo la marca. Actualmente, los cincuentones se consideran adultos jóvenes con muchas décadas de vida aún por delante. Mis colegas de la universidad que se especializan en gerontología me dicen que, en su opinión, la vejez no empieza hasta los 75. Y tengo amigos nonagenarios cuyos impresionantes niveles de energía ya no me sorprenden; por no hablar de un amigo que tiene 104 años y es mucho más ágil que yo. Y pensar que, cuando yo era niño, si alguien llegaba a los 100 años su foto era publicada en los periódicos dominicales junto a las imágenes de calabazas gigantes, becerros de dos cabezas y otras curiosidades locales. Quizá para 2050 los centenarios se estén preguntando cómo pasarán los últimos 50 años de su vida.
En un nivel, deberíamos estar celebrando los triunfos de la ciencia y el progreso: una nutrición mejorada, asombrosos progresos médicos, avances tecnológicos que no hace mucho habían parecido tema de ciencia ficción. Pero vivir más significa tener que mantenernos más tiempo. Y, en periodos de crisis, cuando las compañías quiebran o recurren a la reducción de personal, muchos trabajadores cincuentones y de más edad se están viendo obligados a comenzar de nuevo. Pese a sus años de experiencia, ninguna compañía los quiere y se encuentran en una zona ambigua: son demasiado jóvenes para retirarse y empezar a recibir pensiones, pero demasiado viejos para ser considerados para los tipos de empleos que antes tenían. (Para ser claros, estoy pensando principalmente en los países occidentales, donde uno ve este dilema con demasiada frecuencia.)
En los últimos años, por supuesto, las compañías se han mostrado renuentes a contratar a personas jóvenes también. Pero esto es resultado de la crisis financiera y, tarde o temprano, pasará. El mercado laboral eventualmente se estabilizará; para los treintañeros, pero no para los que ya superaron los 50 años.
¿Cómo puede ser esto? Las personas de más de 50 son prácticamente jovenzuelos en estos días, y sin embargo ¿el mercado ya no tiene uso para ellas? Lo que tenemos aquí es una contradicción entre lo fisiológico y lo sociológico. Los importantes avances en la ciencia y la medicina pueden ayudarnos a mantenernos jóvenes, pero nuestros esquemas sociales no han evolucionado al mismo ritmo. Las personas de cincuenta y tantos años siguen siendo vistas como ancianas y por tanto no dignas de que se invierta en ellas.
Una vez que hayamos dejado esta crisis firmemente detrás de nosotros, ¿la creencia popular dará alcance al progreso científico o la gente seguirá pensando como lo hacía en los días en que vivir 100 años era considerado una gran noticia? Si la hipótesis más pesimista se impone, entonces, así como ahora tenemos a masas de jóvenes desempleados siendo mantenidos por sus padres que no han sido excluidos aún de la fuerza laboral (o que reciben pensiones), tendremos masas de cincuentones desempleados (muy vigorosos) dejados de lado y, probablemente, siendo mantenidos por sus hijos.
Leído en http://www.elespectador.com/opinion/un-juego-de-numeros-columna-509620
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viernes, 15 de agosto de 2014
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