Clarice Lispector 1920 - 1977 |
Lazos de familia
La mujer y la madre, finalmente, se acomodaron en el taxi que las llevaría a la Estación. La madre contaba y recontaba las dos maletas intentando convencerse de que ambas estaban en el carro.
La hija, con sus ojos oscuros, a los que un ligero estrabismo daba un continuo brillo de burla y frialdad, la observaba.
—¿No me he olvidado de nada? —preguntaba la madre, por tercera vez.
Todavía estaba bajo la impresión de la escena medio cómica entre su madre y su marido, a la hora de la despedida. Durante las dos semanas de visita de la vieja, los dos apenas si se habían soportado; los buenos días y las buenas tardes sonaban a cada momento con una delicadeza cautelosa que la hacía querer reír. Pero he ahí que a la hora de la despedida, antes de entrar en el taxi, la madre se había transformado en suegra ejemplar y el marido se tornaba en buen yerno. «Perdone alguna palabra mal dicha», había dicho la vieja señora, y Catalina, con algo de alegría, vio a Antonio, sin saber qué hacer con las maletas en las manos, tartamudear, perturbado con ser el buen yerno. «Si me río, ellos han de pensar que estoy loca», había pensado Catalina, frunciendo las cejas. «Quien casa a un hijo pierde un hijo, quien casa a una hija gana otro hijo», aseguró la madre, y Antonio había aprovechado su gripe para toser. Catalina, de pie, observaba con malicia al marido, cuya seguridad se había desvanecido para dar paso a un hombre moreno y menudo, forzado a ser el hijo de aquella mujercita grisácea… Fue entonces que las ganas de reír se hicieron más fuertes. Felizmente, nunca necesitaba reír cuando tenía deseos de reír: sus ojos tomaban una expresión astuta y contenida, se tornaban más estrábicos y la risa salía por los ojos. Siempre dolía un poco ser capaz de reír. Pero nada podía hacer en contra: desde pequeña había reído por los ojos, desde siempre había sido estrábica.
—Vuelvo a decirte que el niño está delgado —dijo la madre resistiendo los saltos del carro Y a pesar de que Antonio no estaba presente, ella usaba el mismo tono de desafío y acusación que empleaba delante de él. Tanto que una noche, Antonio se había agitado: —¡No es culpa mía, Severina! Él llamaba a la suegra Severina, pues desde antes del casamiento habían proyectado ser suegra y yerno modernos. Luego, en la primera visita de la madre a la pareja, la palabra Severina se había tornado difícil en la boca del marido y ahora, entonces, el hecho de llamarla por el nombre no había impedido que…
Catalina los miraba y reía.
—El chico siempre fue delgado, mamá —le respondió. El taxi avanzaba monótono.
—Delgado y nervioso —agregó la señora con decisión.
—Delgado y nervioso —asintió Catalina, paciente.
Era un niño nervioso, distraída Durante la visita de la abuela se había tornado aún más distante, dormía mal, perturbado por las excesivas caricias y por los pellizcos de amor de la vieja. Antonio, que nunca se había preocupado especialmente con la sensibilidad del hijo, pasó a lanzar indirectas a la suegra, «para proteger a una criatura»…
—No me olvidé de nada… —recomenzó la madre, cuando una trenada súbita del carro las lanzó una contra la otra e hizo que se despeñaran las maletas—. ¡Ah!, ¡Ahí —exclamó la madre como en un desastre irremediable—, ¡ah! —decía, balanceando la cabeza, sorprendida, de repente envejecida y pobre. ¿Y Catalina?
Catalina miraba a la madre y la madre miraba a la hija, ¿y también a Catalina le había ocurrido un desastre? Sus ojos parpadearon sorprendidos, ella arreglaba de prisa las maletas, la bolsa, buscando remediar la catástrofe lo más rápidamente posible. Porque de hecho había sucedido algo, sería inútil ocultarlo: Catalina había sido lanzada contra Severina, en una intimidad de cuerpo hace mucho olvidada, venida del tiempo en que se tiene padre y madre. A pesar de que nunca se habían realmente abrazado o besada Del padre, sí, Catalina siempre había sido más amiga. Cuando la madre les llenaba los platos, obligándolos a comer demasiado, los dos se miraban parpadeando, cómplices y la madre ni lo notaba. Pero después del choque en el taxi y después de que se arreglaron, no tenían de qué hablar, ¿por qué no llegaban ya a la estación?
—¿No me olvidé de nada? —preguntó la madre con voz resignada. Catalina ya no quería mirarla ni responderle.
—¡Toma tus guantes! —le dijo, recogiéndolos del piso del taxi.
—¡Ah!, ¡ah!, ¡mis guantes! —exclamaba la madre, perpleja.
Sólo se miraron realmente cuando las maletas fueron colocadas en el tren, después de intercambiados los besos: la cabeza de la madre apareció en la ventanilla.
Catalina vio entonces que su madre estaba envejecida y tenía los ojos brillantes.
El tren no partía y ambas esperaban sin tener qué decirse. La madre sacó el espejo de su bolso y examinó su sombrero nuevo, comprado en la misma sombrerería donde su hija los compraba. Se miraba componiendo un aire excesivamente severo, en el que no faltaba cierta admiración por sí misma. La hija la observaba divertida. Nadie más puede amarte sino yo, pensó la mujer riendo por los ojos; y el peso de la responsabilidad le dio a la boca un gusto a sangre. Como si «madre e bija» fuesen vida y repugnancia. No, no se podía decir que amaba a su madre. Su madre le dolía, era esa La vieja había guardado el espejo en el bolso y la miraba sonriendo. El rostro gastado y todavía bastante vivo parecía esforzarse por dar a los otros alguna impresión de la que el sombrero formaba parte. La campanilla de la estación sonó de repente, hubo un movimiento general de ansiedad, varias personas corrieron pensando que el tren ya partía: «¡Mamá!», dijo la mujer. «¡Catalina!», dijo la vieja. Ambas se miraban espantadas; la maleta en la cabeza de un maletero les interrumpió la visión y un muchacho que corrió al pasar junto a Catalina la tomó del brazo, desarreglándole el cuello del vestido. Cuando pudieron verse de nuevo, Catalina estaba dominada por la urgencia de preguntarle a su madre si no había olvidado nada…
—…¿No olvidé nada? —preguntó la madre.
También a Catalina le parecía que habían olvidado algo y ambas se miraban atónitas, porque si realmente algo habían olvidado, ahora ya era demasiado tarde. Una mujer arrastraba a una criatura, la criatura lloraba, nuevamente sonó la campanilla de la estación…
«Mamá», dijo la mujer. ¿Qué cosa habían olvidado decirse una a la otra?; ahora ya era demasiado tarde. Les parecía que un día debían haberse dicho así: «soy tu madre, Catalina». Y ella debería haber respondido: «y yo soy tu hija».
—¡Cuídate de las corrientes de aire! —gritó Catalina.
—¡Pero, muchacha, no soy más una criatura! —dijo la madre sin dejar de preocuparse de su propia apariencia. La mano pecosa, un poco trémula, acomodaba con delicadeza el ala del sombrero y Catalina tuvo, súbitamente, ganas de preguntarle si había sido feliz con su padre.
—¡Dale recuerdos a la tía! —gritó.
—¡Sí, sí!
—Mamá —dijo Catalina, mientras un largo silbato se había escuchado y en medio del humo ya las ruedas se movían.
—¡Catalina! —dijo la vieja con la boca abierta y los ojos espantados, y a la primera sacudida la hija la vio llevarse las manos al sombrero: éste se le había caído hasta la nariz, dejando aparecer apenas la nueva dentadura. El tren ya marchaba y Catalina hada señas. El rostro de la madre desapareció un instante y reapareció ya sin el sombrero, el moño deshecho, cayendo en mechas blancas sobre los hombros como las de una doncella —el rostro estaba inclinado, sin sonreír, tal vez sin siquiera mirar a la hija distante.
En medio del humo, Catalina comenzó a caminar de regreso, las cejas fruncidas y en los ojos la malicia propia de los estrábicos. Sin la compañía de la madre, había recuperado el modo decidido de caminar: sola, le era más fácil. Algunos hombres la miraban, ella era dulce, un poco pesada de cuerpo. Caminaba serena, moderna en los trajes, los cabellos cortos, teñidos de color caoba. Y de tal manera se habían dispuestos las cosas que el amor doloroso le pareció la felicidad —todo estaba tan vivo y tierno a su alrededor, la calle sucia, los viejos tranvías, cascaras de naranja—: la fuerza fluía y refluía en su corazón con pesada riqueza. Estaba muy bonita en ese momento, tan elegante; integrada en su época y en la ciudad en donde había nacido como si la hubiese elegido. En los ojos bizcos cualquier persona adivinaría el gusto que tenía esa mujer por las cosas del mundo Miraba a las personas con insistencia, procurando fijar en aquellas figuras mutables su placer todavía húmedo de lágrimas por la madre. Se desvió de los carros, consiguió aproximarse al bus burlando la cola, mirando con ironía; nada impedía que esa pequeña mujer, que andaba bamboleando los cuadriles, subiese otro misterioso peldaño en sus días.
El ascensor zumbaba en el calor de la playa. Abrió la puerta del apartamento mientras se liberaba del sombrerito con la otra mano; parecía dispuesta a gozar de la liberalidad del mundo entero, camino abierto por su madre y que le ardía en el pecha Antonio apenas levantó los ojos del libra La tarde del sábado siempre había sido «suya» y, en seguida, tras la partida de Severina, él la retomaba con placer, junto al escritorio.
—¿«Ella», se fue?
—Sí se fue —respondió Catalina empujando la puerta de la habitación de su hija ¡Ah, sí!, allí estaba el niña pensó con súbito alivia Su hija Delgado y nerviosa Desde que se pusiera de pie había caminado con firmeza; pero casi a los cuatro años hablaba como si desconociera los verbos: constataba las cosas con frialdad, no las ligaba entre sí. Allí estaba él meciéndose en la toalla mojada, exacto y distante. La mujer sentía un calorcillo agradable y le habría gustado prender al niño para siempre en este momento; le quitó la toalla de las manos en señal de censura: ¡este chico! Peto el niño miraba indiferente al aire, comunicándose consigo misma Estaba siempre distraída Todavía nadie había conseguida verdaderamente, llamarle la atención. La madre sacudía la toalla en el aire e impedía, con su volumen, la visión de la habitación: «mamá», dijo el chica Catalina se volvió rápida. Era la primera vez que él decía «mamá» en ese tono y sin pedir nada. Había sido más que una constatación: «¡mamá!» La mujer continuó sacudiendo la toalla con violencia y preguntándose a quién podría contar lo que había sucedido, pero no encontró a nadie que pudiera entender lo que ella no podía explicar. Arregló la toalla con vigor antes de colgarla para secar. Tal vez pudiese contar, si cambiaba la forma. Contaría aquello que el hijo dijera:
«Mamá, ¿quién es Dios?» No tal vez: «Mamá, niño quiere a Dios». Tal vez.
Sólo en símbolos cabría la verdad, sólo en símbolos la recibirían. Con los ojos sonriendo por su mentara necesaria y, sobre todo, por su propia tontería, huyendo de Severina, inesperadamente, la mujer rió de verdad para el niño, no sólo con los ojos: todo su cuerpo rió quebrado, quebrando las ataduras, y una aspereza apareció como una ronquera. Fea, dijo entonces el niño, examinándola.
—¡Vamos a pasear! —respondió ruborizándose y tomándole de la mano.
Pasó por la sala, sin detenerse avisó al marido: —¡Vamos a salir! Y golpeó la puerta del apartamento.
Antonio apenas tuvo tiempo de levantar los ojos del libro y sorprendido espiaba la sala vacía. «¡Catalina!», llamó, pero ya se escuchaba el ruido del ascensor descendiendo. ¿A dónde fueron?, se preguntó inquieto, tosiendo y sonándose la nariz. Porque el sábado era suyo, pero él quería que su mujer y su hijo estuvieran en casa mientras él tomaba su sábado «¡Catalina!», llamó aburrido aunque supiera que ella ya no podría escucharla Se levantó, fue hasta la ventana y un segundo después vio a su mujer y a su rujo en la acera.
Los dos se habían detenido, la mujer tal vez decidía el camino a seguir. Y de súbito, pusiéronse en marcha.
¿Por qué caminaba ella tan decidida, llevando al niño de la mano? Desde la ventana veía a su mujer agarrando con fuerza la mano del pequeño y caminando de prisa, los ojos fijos adelante; y, aún sin verlo, el hombre adivinaba su boca endurecida. La criatura, no se sabía por qué oscura comprensión, también miraba fijo hacia delante, sorprendida e ingenua. Vistas desde arriba, las dos figuras perdían la perspectiva familiar, parecían achatadas contra el suelo y más oscuras a la luz del mar. Los cabellos del chico volaban…
El marido se repitió la pregunta que, aún bajo su inocencia de frase cotidiana, lo inquietó: ¿a dónde van? Veía, preocupado, que su mujer guiaba a la criatura y temía que en ese momento, en que ambos estaban fuera de su alcance, ella transmitiese a su hija., peto ¿qué? «Catalina», pensó, «Catalina, ¡esta criatura todavía es inocente!» En qué momento es que la madre, apretando una criatura, le daba esta prisión de amor que se abatiría para siempre sobre el futuro hombre. Más tarde su hijo, ya hombre, solo, estaría de pie, frente a esta misma ventana, golpeando con los dedos esta vidriera; preso. Obligado a responder a un muerta ¿Quién sabría jamás en qué momento la madre transferiría al hijo esta herencia? ¿Y con qué sombrío placer? Ahora la madre y el hijo, comprendiéndose dentro del misterio compartida Después nadie podría saber de qué negras raíces se alimenta la libertad de un hombre. «¡Catalina!», pensó con cólera, «¡la criatura es inocente!» Pero ya habían desaparecido en la playa. El misterio compartido.
«Pero ¿y yo?, ¿y yo?», se preguntó asustada Los dos se habían ido solos. Y él se había quedada «Con su sábado». Y su gripe. En el apartamento arreglado, donde «todo andaba bien». ¿Quién sabe si su mujer estaba huyendo con el hijo de la sala de luz bien regulada, de los muebles bien elegidos, de las cortinas y de los cuadros? Era eso lo que él le había dada El apartamento de un ingeniero. Y sabía que si la mujer aprovechaba de la condición de un marido joven y lleno de futuro, también la despreciaba, con aquellos ojos atontados, huyendo con su hijo nervioso y delgado. El hombre se inquietó. Porque no podría seguir dándole sino eso: más éxito. Y porque sabía que ella lo ayudaría a conseguirlo y odiaría lo que consiguieran. Así era aquella mujer calmada de treinta y dos años que nunca hablaba la verdad, como si hubiese vivido siempre. Las relaciones entre ambos eran tranquilas. A veces él procuraba humillarla, entraba en la habitación mientras ella se cambiaba de ropa, porque sabía que ella detestaba ser vista desnuda. ¿Por qué requería humillarla? Sin embargo, él sabía bien que ella sólo sería de un hombre mientras fuese orgullosa. Pero se había habituado a tornarla femenina de esta manera: la humillaba con ternura, y ya ahora ¿ella sonreía sin rencor? Tal vez de todo eso hubiesen nacido sus relaciones pacificas y aquellas conversaciones en voz tranquila que formaban la atmósfera del hogar para la criatura. ¿O ésta se irritaba a veces? Algunas veces el niño se irritaba, pataleaba, gritaba durante las pesadillas. ¿De dónde había nacido esta criaturita vibrante, sino de lo que su mujer y él habían cortado de la vida diaria? Vivían tan tranquilos que, si se aproximaba un momento de alegría, ellos rápidamente se miraban, casi irónicos y los ojos de ambos decían: no vamos a gastarlo, no vamos a usarlo ridículamente. Como si hubiesen vivido desde siempre.
Pero él la había visto desde la ventana, la vio caminar de prisa, de manos dadas con el hijo, y se había dicho: ella está tomando sola este momento de alegría. Se había sentido frustrado porque desde hacía mucho no podía vivir sino con ella. Y ella conseguía tomar sus momentos, sola. Por ejemplo, ¿qué había hecho su mujer entre la salida del tren y su llegada al apartamento? No era que sospechase de ella, pero se inquietaba.
La última luz de la tarde estaba pesada y se abada con gravedad sobre los objetos. Las arenas crepitaban secas. El día entero había estado bajo esa amenaza de irradiación. Que en ese momento, aunque sin estallar, se ensordecía cada vez más y zumbaba en el ascensor ininterrumpido del edificio. Cuando regresase Catalina, ellos cenarían espantando a las mariposas. El niño gritaría en su primer sueño, Catalina interrumpiría un momento la cena… ¿y el ascensor no se detendría ni siquiera un instante? No, el ascensor no se detendría un instante.
—Después de cenar iremos al cine —resolvió el hombre. Porque después del cine sería finalmente noche y este día se quebraría con las olas en las rocas del Arpoador .
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