Nos atrevimos a cambiar el contenido de algunas políticas públicas, pero no el mayor problema de la baja calidad de la democracia mexicana: la impunidad. La clase política se atrevió a desmontar obstáculos para desarrollar la industria energética y de telecomunicaciones, así como sentar las bases de un cambio del sistema educativo. Pero no se ha atrevido a cambiar la lógica primigenia del mal funcionamiento de la política mexicana. Si el monopolio estatal en producción de petróleo estimuló por décadas el gigantismo burocrático y dilapidó la renta petrolera, la impunidad en la política premia la corrupción, el abuso del poder y más grave aún, el mal desempeño de los gobiernos.
La corrupción es la manifestación más atroz y perniciosa de la impunidad: un problema mucho más grave que la falta de inversión en exploración de hidrocarburos. México ya era corrupto aun antes de que se perforara el primer pozo petrolero en 1868 por la Compañía Exportadora de Petróleo de don Adolfo Autrey; de no hacer algo, México seguirá siéndolo aun después de que se haya secado el último yacimiento quizá en algunas décadas. México vivirá un boom en los próximos años pero su destino puede ser como el de Rusia o Brasil, que después de la fama de los BRICS en la década pasada, han vuelto a su origen: países con enorme potencial pero atascados por la corrupción y la desigualdad.
Atacar la corrupción es imperativo para que reformas como la energética lleguen a buen puerto y se traduzcan en beneficios para el bolsillo de millones de mexicanos. La semana pasada el Ejecutivo propuso a los integrantes independientes del Consejo de Administración de Pemex: la mayoría son espléndidos por su talento e integridad. Pero el problema no es la determinación del gobierno para implementar correctamente la reforma, sino las estructuras burocráticas, sindicales, de proveedores y de intermediarios políticos que ante el flujo –ojalá enorme– de recursos que llegarán al país, tratarán de hacer negocios y desvirtuar los beneficios de la reforma.
México perdió seis lugares en el Índice de Competitividad del Foro Económico Mundial justo la semana en que el presidente reiteraba que México se había “atrevido a cambiar”. La edición 2014 del estudio muestra que la corrupción es una de las razones principales. En esa materia estamos en los últimos lugares del mundo. Mientras México ocupa el lugar 61 de 144 países en el ranking global, en desvío de recursos públicos es el lugar 119, sobornos para obtener contratos (119) y sobornos para influir a jueces (116).
Es muy positivo que se haya modificado el esquema de inversión en la industria del petróleo, así como estimular mayor competencia en telecomunicaciones, pero ello no construye un nuevo país, sino sólo nuevas oportunidades de inversión y mejores servicios para los consumidores.
La clase política se atrevió a modificar mitos históricos y desmantelar parcialmente el sistema de poderes fácticos que estaban carcomiendo la soberanía del Estado mexicano, pero el país no se ha atrevido a cambiar en lo fundamental. La impunidad, la mayor enfermedad del sistema político permanece y aumenta, y con ella la corrupción. Los valores cívicos de los mexicanos –baja cultura de la legalidad y escasa participación ciudadana– han cambiado poco a pesar de notables esfuerzos de muchos líderes sociales y comunitarios. No es sólo un problema del gobierno y de la clase política, sino de la sociedad en su conjunto.
Desde el siglo XIX las élites políticas han intentado una y otra vez jalar a México y su sociedad a una ruta de progreso, pero una y otra vez se han topado con las resistencias culturales, económicas y sociales de una sociedad que resiste el cambio. Los liberales de aquella época soñaban con diseñar la Constitución ideal para cambiar el alma de los mexicanos. La tuvieron en 1857 y fueron los propios liberales con Porfirio Díaz a la cabeza quienes empezaron a violarla en la práctica.
Dice el presidente Enrique Peña Nieto que las reformas estructurales
–notablemente la energética– marcan un antes y un después en la historia del país. No lo creo. Aunque puede detonar el desarrollo regional y sacar a muchos mexicanos de la pobreza. Lo que verdaderamente marcaría un hito en la historia nacional sería cumplir la ley, simple y llanamente. Cumplirla en todo momento y lugar, sin consideraciones políticas ni cálculos electorales, sería la verdadera transformación modernizadora de México. Cumplir la ley es la mejor receta para combatir la corrupción y generar mayores condiciones de justicia.
Antes que crear comisiones para combatir la corrupción, las élites del país requieren adquirir un compromiso de fondo para someterse al imperio de la ley. De nada sirve crear elefantes blancos, más burocracias y más expectativas, si antes no se cumple la ley. Hay quien piensa que es ingenuo recetar una vez más la importancia de cumplirla y que se trata de buenos deseos para un país como México. Pero es aún más ingenuo pensar que sin cumplirla México puede salir adelante. Podrá tener una buena racha, pero siempre volveremos a nuestros orígenes.
Twitter: @LCUgalde
Leído en http://www.elfinanciero.com.mx/opinion/ya-nos-atrevimos-a-cambiar.HTML
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