El Gobierno ha producido un héroe súbito. El secretario de Gobernación se ha convertido en el personaje del momento. Rompiendo la tradición del secreto, salió al encuentro de los disidentes, escuchó sus demandas, prestó su voz para divulgar su lista de exigencias y se comprometió a dar una respuesta puntual en breve lapso. Salir de la cueva del poder para encarar en plena calle a los críticos no es algo que vemos todos los días. Más bien, es algo que no hemos visto nunca. Un lance inédito, audaz. El atrevimiento no estaba libre de riesgos. Cualquiera pudo haber lanzado una piedra, una bolsa de pintura, un jitomate. Los gritos habrían sido suficientes para aplastar el experimento. No fue así: la protesta encontró un cauce para expresarse y --más importante-- para hacerse oír. El Gobierno federal reconoció públicamente un movimiento de protesta estudiantil, aceptó su legitimidad para plegarse después a cada una de sus exigencias.
Quiso el duende de los símbolos que el encuentro fuera precisamente en los días iniciales de octubre como para acentuar el contraste con aquel Gobierno que primero se negó al diálogo para terminar reprimiendo la protesta. Ahora vimos diálogo público y una respuesta inmediata a los críticos. Los entusiastas comenzaron a elogiar el gesto como si fuera el certificado de madurez cívica que esperábamos. Finalmente una disidencia constructiva y un Gobierno receptivo.
Celebración doble: un movimiento razonable, pacífico y un Gobierno sensible. Ni el radicalismo de una protesta que termina por incinerarse ni la cerrazón de un Gobierno que alimenta los odios. La canalización política del conflicto fue, sin duda, encomiable. El pleito en el Politécnico, lejos de agravarse, se contuvo. Nos apartamos afortunadamente del hábito de la polarización que tanto daño nos ha hecho.
El encuentro público entre el secretario de Gobernación y los estudiantes del Politécnico, sin embargo, está muy lejos de constituir un ejemplo de negociación y no es, por tanto, aurora de una nueva forma de hacer política, como creen algunos encantados. Celebro que los estudiantes y el Gobierno hayan podido, hasta el momento, entenderse. Festejo, sobre todo, que se abra la experiencia de movimientos que fructifican en la moderación y el diálogo. Festejo también que la apertura se asiente como estrategia políticamente provechosa. Pero el histrionismo político no deja de ser inquietante. No caigo en la fácil crítica del protagonismo. Que los políticos sean protagonistas no es cosa criticable. Lo que llama a desconfianza es la demagógica teatralización del conflicto. El desenlace de la obra y los aplausos que merecen los actores no niega su carácter teatral. Fuimos testigos de una notable puesta en escena que representó a un Gobierno que escucha... y capitula.
La escenificación de Bucareli fue impecable: una discreta tensión dramática cubrió sus distintos actos. Los actores caminaban al borde del peligro. Los espectadores contemplaban lo inédito. El protagonista de la historia manejó ejemplarmente las tiranteces del tiempo y, mientras se encumbraba, daba muestras de humildad. Sin duda, la mejor pieza teatral de la política mexicana reciente. Lo llamo teatro reconociendo su dimensión dramática y su capacidad persuasiva. Y lo llamo así por advertir sus fingimientos esenciales. La escenificación de Bucareli no es ejemplo de un Gobierno negociador, sino de un Gobierno astuto que sabe convertir una crisis en una plataforma de legitimación.
Un Gobierno negocia cuando entrelaza sus razones a las de otros; cuando renuncia a una medida concreta para cuidar el rumbo general de su política, cuando acopla una idea ajena a la propia. Un Gobierno negocia cuando es capaz de defender sus argumentos al tiempo que atiende los argumentos contrarios. Nada de eso vimos en el espectáculo de Bucareli. Para disolver un movimiento, un político acepta todo sin esgrimir un solo argumento. El elogio de la multitud basta. Por eso el espectáculo reciente puede convertirse en un ejemplo perverso. La negociación es lo contrario de la cerrazón, sí. También lo es de la dejadez. A decir verdad, salir a la plaza a decirle que sí no es un acto particularmente valeroso. Sumarse al coro no será nunca un acto de arrojo. Pero independientemente de eso, debe decirse que no es cívicamente edificante entregar una cabeza a la multitud para conseguir su aplauso.
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Leído en http://www.am.com.mx/opinion/leon/el-teatro-y-la-negociacion-12341.HTML
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