viernes, 3 de octubre de 2014

Juan Villoro - La Puerta de Oro

Quiero que me escribas”, dijo un hombre de rabiosa cicatriz. ¿Deseaba darme su e-mail? La extraña solicitud me hizo pensar que esa cara lastimada era la consecuencia física de un desarreglo mental.

El desconocido tragó saliva, como si eso le doliera, y siguió hablando. Su propósito era aún más extravagante: quería que escribiera un artículo sobre él. Le dije que los textos por encargo salían mal. Me pidió una oportunidad -”sólo una”- de contar su historia.

“He visto algo que nadie conoce”, su mirada adquirió un brillo repentino, pero no siguió con la explicación porque algo pasó en un coche cercano. Se dirigió a un Chevrolet que parecía estacionado para siempre. Dentro había cuatro niños. El hombre abrió la portezuela, entregó unos caramelos y retiró el termómetro que un niño tenía en la boca. “Febrícula”, dijo satisfecho. “Es mi guardería, las mamás trabajan allá enfrente”, señaló el coche y luego una oficina de gobierno.








Fue esto lo que me retuvo a su lado. Él quería hablar de algo extraño y yo quería hablar de lo que consideraba normal.


“Soy salvavidas. Estuve en Revolcadero, Pie de la Cuesta, Punta Diamante, you name it”, dijo. “He salvado a todo mundo y su perro. Un día salvé tres veces al mismo ahogado. Sólo dejó de meterse al mar cuando le invité unas cervezas y se ahogó por dentro: ¡a las cinco de la mañana le seguía saliendo agua por la nariz!”.

Se interrumpió para volver al coche. Un niño quería ir al baño. Lo cargó en brazos y cruzó la calle rumbo a una cafetería. Regresó con dos biberones que había dejado a calentar.

“Salvé mucha gente, ya le digo, hasta que un día me salvaron a mí”, pasó el dedo por su cicatriz: “La marca de mi desgracia”.

Como tantos acapulqueños, nunca nadó por gusto ni pensó que se pudiera descansar en la playa. Ése era un sitio de trabajo. “Dios tiene sus caminos, pero el Diablo tiene atajos”, comentó sin ilación. Perfeccionó el desorden de sus ideas diciendo: “¡Jamás he usado bronceador! La playa es para mí como la calle para usted”.

“Me iba a hablar del Diablo”, dije. No contestó porque un niño lloraba. Entró al Chevrolet. Lo oí cantar “Uno soñaba que era rey...”.

“¿En qué iba?”, preguntó al volver a la banqueta. “En el Diablo”, mentí. “No me meto al agua para divertirme, pero subí a la barca”. “¿Qué barca?”. “El maldito yate de unas gringas”. “¿El yate del Diablo?”. “Ya había dejado las drogas, pero caí; ya había dejado las gringas, pero volví a caer. Es más: ¡esas gringas eran mexicanas!”. Hice un ademán de despedida, la historia se enredaba demasiado. “No pierda su artículo, mi amigo”, me retuvo: “Hay mexicanas gringas, mexicanas de spring break. Me perdí en ese yate, bailé, hice de todo hasta que me partí la cara con un mástil. Me privé y caí al agua. Cuando abrí los ojos, estaba al fondo del mar, y aquí viene lo que le quería decir: allá abajo hay una puerta de oro. La vi, con estos ojos. Otros ahogados me habían hablado de ella, pero no les creí. Hay que estar así de la muerte para verla y hay que morir para cruzarla. La sangre me escurría, ¿y sabe qué fue lo más raro?: en ese momento quise morir; me pareció mejor ir al otro lado de la puerta que regresar acá. Pero no lo logré. Me sacaron del agua y me despidieron por intoxicado. Nadie quiso saber de la puerta, por eso se lo cuento: el más allá es bien padrote, no hay que tenerle miedo. Estuve a un centímetro de llegar ahí y sólo un nadador sabe lo que vale un centímetro”.

Aunque su mirada tenía la fijeza del fanático, de pronto se interesó en otra cosa. Un niño había hecho un dibujo y quería mostrárselo. “Escogiste mi morado favorito, te has ganado un premio”. El salvavidas fue a la cajuela y sacó una caja de colores.

Le pregunté por los niños. Me dijo que al quedarse sin trabajo en Acapulco decidió probar suerte en el DF. Acomodó coches hasta que un día una mamá le pidió que cuidara a su hijo mientras trabajaba. Como en la ciudad faltan guarderías, poco a poco él extendió la tarea a otros niños. Un compadre le prestó el Chevrolet y ahí estableció su albergue. “Van a poner parquímetros en esta calle, pero ya conseguimos una casita para atender a las criaturas”, dijo con ilusión. Lo acompañé hasta que las madres llegaron por sus hijos. Los niños se despidieron de él diciéndole “tío”.
“¿Cree en la puerta de oro?”, preguntó.

El hombre no parecía enterado de su auténtica historia. El protagonista es su peor testigo. “No sé cómo ponerle a la guardería”, dijo, ignorando que su aventura ya tenía título.



Leído en http://criteriohidalgo.com/notas.asp?id=267760


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