El cuento no es nuevo. Ya Ferdinand Lasalle narraba cómo es que hay
factores reales de poder que, más allá de las apariencias y protocolos,
configuran las estructuras de los países de modo tal que se manifiestan
como la “fuerza activa y eficaz que informa todas las leyes e
instituciones jurídicas de la sociedad en cuestión, haciendo que no
puedan ser, en sustancia, más que tal y como son”, afirmando tal cosa en
referencia directa nada más y nada menos que a la constitución como ley
fundamental, llamada por tanto a ser perdurable y no volátil.
Él, en la Prusia de mediados del siglo XIX, distingue como tales
factores a la monarquía, la aristocracia, la “gran burguesía” y los
banqueros, pero incluye también a “la conciencia colectiva y la cultura
general” y a “la pequeña burguesía y la clase obrera”, que habrían de
jugar una suerte de “inercia” destinada a contener los excesos de los
privilegiados.
¿Serán distintas las cosas hoy? Las muestras que ofrece la historia
-incluida la que se escribe en los días que corren- dicen que no; pueden
haber cambiado los actores, los acomodos entre ellos, pero la trama y
los personajes siguen siendo sustancialmente los mismos.
Un matiz nuevo: ahora ese drama se representa en la escena global, lo
que facilita deshacerse del lastre de los dos últimos factores
enunciados por Lasalle y hasta de la autoridad formal de los estados,
debilitados, todos, en grado superlativo.
En ese contexto, los seres humanos “de a pie”, aquellos sin pertenencia a
esos grupos, están, dice el iusfilósofo y politólogo español Emilio
Suñé, en el vacío, “drogados” por el “soma” que suministra la “casta” de
los “nuevos privilegiados”, y por eso, aquello que llamamos “Estado de
Derecho” se ha vuelto una “mera formalidad vacía de contenido”.
Que lejos se ve en estos días la pretensión democrática que, delineara
John Marshall en la sentencia del célebre caso “Marbury vs. Madison”:
“No hay una solución intermedia entre estas alternativas: O la
Constitución es la Ley Suprema, que no puede ser variada por medios
ordinarios, o está en el nivel de los actos legislativos ordinarios y,
como cualquier disposición legislativa, puede ser alterada cuando a la
legislatura le parezca alterarla. Si la primera proposición de ésta
última alternativa es cierta, un acto legislativo contrario a la
Constitución no es Derecho; si la segunda proposición es verdadera, las
Constituciones escritas son intentos absurdos del pueblo para limitar un
poder que por su propia naturaleza es
ilimitable”.
Esa misma conclusión puede aplicarse bien a toda autoridad, en cualquier
parte del mundo, cuyo deber es actuar legalmente, pero también con
legitimidad.
Pesarosamente hoy, en México, tal como lo reseñara Lasalle en alguna de
sus conferencias, “por todas partes a todas horas, mañana, tarde y
noche, estamos oyendo hablar de Constitución y de problemas
constitucionales. En los periódicos, en los círculos, en las tabernas y
restaurantes, es éste el tema inagotable de todas las conversaciones”.
Y es que en México, los enormes vacíos de legitimidad que nos aquejan
son además, para peor, vacíos de legalidad ¿Alguien puede llamarse a
sorpresa frente a las respuestas sociales que se han expresado?
Hay crisis, sí, pero en su trasfondo se vislumbran intereses “cupulares”
que, como todos los acomodos y pugnas de los poderosos y sus redes de
poder, suelen resolverse en beneficio de ellos mismos, dejando a la
sociedad exhausta e indemne. Que no sea éste hoy el caso y que la
brújula no se pierda por nadie.
Hagamos que, contra las redes de poder, opere bien el equilibrio social
fincado en una virtud cívica definida por el deber de garantizar las
libertades fundamentales, en el marco debido de solidaridad entre todos y
con todos.
No vale la pena discutir mucho: El “Estado de Derecho” no existe si no
se construye cada día, en cada acto de autoridad, y en el ejercicio
responsable de los derechos de cada uno
y de todos.
Leído en http://www.zocalo.com.mx/seccion/opinion-articulo/las-redes-de-poder-1416721901
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