La estrategia
Peña Nieto apostó a que sus reformas económicas bastarían para rescatar al país de la parálisis y el atraso. No había necesidad de ocuparse de la inseguridad o de la corrupción, porque la economía sería la locomotora que jalaría el tren y lo sacaría del túnel en el que había quedado estancado. Por lo demás, tampoco es que al PRI le interesara mucho meterse a fondo en el combate a la corrupción, el clientelismo o el tráfico de influencias: son parte sustantiva de un sistema de prácticas que explican su ascenso al poder y su sobrevivencia. Bastaba con hacer crecer la economía y permitir que parte de ese crecimiento irradiara al resto de la población.La estrategia falló al menos en dos premisas: primero, que la locomotora, las reformas económicas, resultaron demasiado débiles como para que pudieran rescatar cualquier cosa. Nacieron endebles, cargadas de contrapesos, lentas en su aplicación. El segundo año de Gobierno el PIB alcanzará con suerte un 2,3% de crecimiento, muy por debajo de las metas de entre 3,5 y 4 que se habían planteado. Y segundo, y más importante, las vías estaban mucho más destruidas de lo que pensaron. Con locomotora o sin ella, el tren difícilmente podría correr por durmientes podridos y ejes tan oxidados. El peso de la economía informal, la ausencia del Estado de derecho, las regiones perdidas frente al crimen organizado, la inseguridad pública, la corrupción generalizada. En otras palabras, resultó imposible edificar sobre una estructura flagelada a tal grado por la descomposición. La agenda de las reformas quedó postergada por el reclamo de ese inframundo salvaje y sangriento.
La táctica
El control de daños ha sido patético. El cacareado oficio político que se atribuye a los priistas parece haberse extraviado. Una y otra vez las medidas de contención para abordar la crisis han provocado el efecto opuesto. El Gobierno desestimó, aún lo hace, la importancia de Tlatlaya y Ayotzinapa. Reaccionó tarde y débil y sus respuestas siempre han ido a la zaga de las reacciones de la opinión pública. Peña Nieto creyó que bastaba recibir a los padres de los jóvenes durante cinco horas para apaciguar su encono. Y semanas más tarde asumió que bastaba un decálogo de propuestas vagas y variopintas contra la corrupción para calmar la indignación de los miles que han marchado en las calles del país. La reprobación con que fueron recibidas sus propuestas resultó unánime y terminó por provocar el efecto contrario.Algo similar a lo que sucedió con el comunicado de Angélica Rivera, la primera dama, sobre su residencia privada, la llamada Casa Blanca. En Los Pinos se pensó que el gesto de mostrar a su propia esposa ofreciendo una explicación a la opinión pública sería percibido como un acto de apertura y transparencia. Resultó contraproducente. El mandatario fue acusado de cobardía en las redes por colocar a su mujer en la primera línea de batalla en un intento de salvar su propio pellejo. Desde luego no era ese el propósito pero preocupa que no hubieran podido anticipar la reacción obvia en las redes sociales.
Más preocupante aún es la manera en que el Gobierno coquetea con una salida autoritaria al conflicto. Si se equivocan en esto las consecuencias podrían ser desastrosas. Los incidentes de las últimas semanas en contra de jóvenes que participan en las marchas no deja dudas de que una parte de la cúpula en el poder se decanta por una respuesta policíaca al conflicto. A los once aprehendidos en la marcha del 20 de noviembre querían convertirlos en motivo de escarmiento y fincarles cargos de alta criminalidad; la tortura a la que fueron sometidos revela la peor cara del régimen en el peor de los momentos. La cobertura que hace la televisión leal a Peña Nieto está claramente dedicada a intimidar a los ciudadanos por la supuesta violencia de las marchas y a exigir una respuesta de “mano firme” por parte de la autoridad. Se le dedican apenas segundos al desfile pacífico de miles de personas y largos minutos a seguir los enfrentamientos de un puñado de encapuchados contra los granaderos en algo que cada vez se parece más una puesta en escena.
Peña Nieto tendría que asumir que el tiempo del control de daños ya ha pasado. Hay que meterse al túnel y comenzar a levantar las vías y sanear el subsuelo. De otra manera será un sexenio perdido, o algo aún peor. Diez puntos de maquillaje no bastan. Pero claro, eso significaría ir por exgobernadores corruptos como Montiel y Moreira, renunciar al enriquecimiento de su círculo inmediato, desmontar la corrupción sindical y clientelar. En suma, destruir el sedimento en el que el propio PRI está parado. Es el tiempo de las encrucijadas. Ojalá no se equivoquen.
Twitter: @jorgezepedap
Leído en http://internacional.elpais.com/internacional/2014/12/03/actualidad/1417642335_670403.html
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