La economía informal es a México lo que el inconsciente es a un ser humano. No la queremos ver, asumimos que no existe y en consecuencia la ignoramos. Y no obstante la vida de una persona como la del país y sus habitantes no podría explicarse sin esta dimensión oculta que afecta y condiciona la zona visible que recogen las estadísticas oficiales. Si la economía informal fuera un país y la formal otro país, en realidad la mayoría de la población de ambas naciones estaría viviendo en la frontera. No es que 60% de los mexicanos habiten el subsuelo de la informalidad y el otro 40% esté confinado a la punta del iceberg emergido. Todos van y vienen en sus trajines diarios para sobrevivir en una sociedad dominada por códigos formales, muchos de los cuales resultan inoperantes.
Incluso las clases medias y las altas que están en el padrón de contribuyentes o reciben correos de los bancos recurren a la informalidad cada vez que les resulta conveniente. Sea para comprar en el tianguis, adquirir piratería, pagar servicios domésticos en efectivo o simplemente para evadir impuestos. Pero también la república de la opacidad, los sectores populares, cruzan la línea y emergen a la zona iluminada. El comerciante del puesto de tacos de la calle o el dueño del taller clandestino va al banco a pagar el recibo de la luz y del celular o su servicio de televisión por cable.
El problema no es que existan varios Méxicos. Después de todo, si no contáramos con esa enorme válvula de escape que es el autoempleo, el país que conocemos ya se habría desintegrado por la incapacidad del sistema para ofrecer alternativas a la mayoría de sus habitantes. No hay sociedad capaz de sobrevivir si resulta inviable para el 60% de sus integrantes. Que se hagan viables a sí mismos en este universo paralelo termina siendo una bendición que conjura la pesadilla de la inestabilidad crónica, las revueltas o la desintegración.
El problema no es ese, sino el hecho de que se pretenda gobernar como si no existiese.
Escucho a Peña Nieto y a su gabinete y me da la sensación que sólo
hablan y gobiernan para esa punta del iceberg en el que vive la minoría.
O quizá estoy siendo injusto y no se trate de un desdén deliberado sino
de un simple reflejo de impotencia. Las palancas y botones sobre el
tablero de navegación con el que cuentan producen efectos solo en la
zona institucional, y muy poco o nulo en el vasto territorio de la
informalidad.
En el caso de México, la impotencia del gobernante aún es mayor. Una gran porción del territorio está sujeta a demonios inconsecuentes incluso consigo mismos. Se ha dicho, y con razón, que la tragedia del país reside en el hecho de que los cárteles de la droga no pertenecen al crimen organizado sino al desorganizado. Y si a esto añadimos el peso de este universo paralelo de la informalidad, terminamos por entender que el soberano es en realidad soberano de muy pocas cosas.
El riesgo es que la élite termine atrincherada, haciendo un gobierno de ficción detrás de las murallas que les separan de la mayoría de los mexicanos. Normas cada vez más exigentes de parte de Hacienda como si cada ciudadano tuviese un contador al lado y un servicio de banda ancha perfecto, discursos político dirigidos a otros políticos, decisiones de política económica para los sectores punta de exportación. Mientras tanto, cada vez más mexicanos se pasan a vivir afuera de las murallas, al margen de la vida institucional crecientemente hueca y ficticia.
Tengo la impresión de que en Los Pinos no se han dado cuenta de que la vida ya está en otro lado y no en los espejos cortesanos que rodean al presidente.
Twitter: @jorgezepeda
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