Octavio Paz (1914 - 1998) |
Máscaras mexicanas
Corazón apasionado
disimula tu tristeza.
Canción popular
disimula tu tristeza.
Canción popular
Viejo o adolescente, criollo o mestizo, general, obrero o licenciado, el mexicano se me aparece como un ser que se encierra y se preserva: máscara el rostro, máscara la sonrisa. Plantado en su arisca soledad, espinoso y cortés a un tiempo, todo le sirve para defenderse: el silencio y la palabra, la cortesía y el desprecio, la ironía y la resignación. Tan celoso de su intimidad como de la ajena, ni siquiera se atreve a rozar con los ojos al vecino: una mirada puede desencadenar la cólera de esas almas cargadas de electricidad. Atraviesa la vida como desollado; todo puede herirle, palabras y sospecha de palabras. Su lenguaje está lleno de reticencias, de figuras y alusiones, de puntos suspensivos; en su silencio hay repliegues, matices, nubarrones, arco iris súbitos, amenazas indescifrables. Aun en la disputa prefiere la expresión velada a la injuria: “al buen entendedor pocas palabras”. En suma, entre la realidad y su persona se establece una muralla, no por invisible menos infranqueable, de impasibilidad y lejanía. El mexicano siempre está lejos, lejos del mundo y de los demás. Lejos, también, de sí mismo.
El
lenguaje popular refleja hasta qué punto nos defendemos del exterior:
el ideal de la “hombría” consiste en no “rajarse” nunca. Los que se
“abren” son cobardes. Para nosotros, contrariamente a lo que ocurre con
otros pueblos, abrirse es una debilidad o una traición. El mexicano
puede doblarse, humillarse, “agacharse”, pero no “rajarse”, esto es,
permitir que el mundo exterior penetre en su intimidad. El “rajado” es
de poco fiar, un traidor o un hombre de dudosa fidelidad, que cuenta los
secretos y es incapaz de afrontar los peligros como se debe. Las
mujeres son seres inferiores porque, al entregarse, se abren. Su
inferioridad es constitucional y radica en su sexo, en su “rajada”,
herida que jamás cicatriza.
El
hermetismo es un recurso de nuestro recelo y desconfianza. Muestra que
instintivamente consideramos peligroso al medio que nos rodea. Esta
reacción se justifica si se piensa en lo que ha sido nuestra historia y
en el carácter de la sociedad que hemos creado. La dureza y la
hostilidad del ambiente -y esa amenaza, escondida e indefinible, que
siempre flota en el aire- nos obligan a cerrarnos al exterior, como esas
plantas de la meseta que acumulan sus jugos tras una cáscara espinosa.
Pero esta conducta, legítima en su origen, se ha convertido en un
mecanismo que funciona solo, automáticamente. Ante la simpatía y la
dulzura nuestra respuesta es la reserva, pues no sabemos si esos
sentimientos son verdaderos o simulados. Y además, nuestra integridad
masculina corre tanto peligro ante la benevolencia como ante la
hostilidad. Toda abertura de nuestro ser entraña una disminución de
nuestra hombría.
Nuestras
relaciones con los otros hombres también están teñidas de recelo. Cada
vez que el mexicano se confía a un amigo o a un conocido, cada vez que
se “abre”, abdica. Y teme que el desprecio del confidente siga a su
entrega. Por eso la confidencia deshonra y es tan peligrosa para el que
la hace como para el que la escucha; no nos ahogamos en la fuente que
nos refleja, como Narciso, sino que la cegamos. Nuestra cólera no se
nutre nada más del temor de ser utilizados por nuestros confidentes
-temor general a todos los hombres- sino de la vergüenza de haber
renunciado a nuestra soledad. El que se confía, se enajena; “me he
vendido con Fulano”, decimos cuando nos confiamos a alguien que no lo
merece. Esto es, nos hemos “rajado”, alguien ha penetrado en el castillo
fuerte. La distancia entre hombre y hombre, creadora del mutuo respeto y
la mutua seguridad, ha desaparecido. No solamente estamos a merced del
intruso, sino que hemos abdicado.
Todas
esas expresiones revelan que el mexicano considera la vida como lucha,
concepción que no lo distingue del resto de los hombres modernos. El
ideal de hombría para los otros pueblos consiste en una abierta y
agresiva disposición al combate; nosotros acentuamos el carácter
defensivo, listos a repeler el ataque. El “macho” es un ser hermético,
encerrado en sí mismo, capaz de guardarse y guardar lo que se le confía.
La hombría se mide por la invulnerabilidad ante las armas enemigas o
ante los impactos del mundo exterior. El estoicismo es la más alta de
nuestras virtudes guerreras y políticas. Nuestra historia está llena de
frases y episodios que revelan la indiferencia de nuestros héroes ante
el dolor o el peligro. Desde niños nos enseñan a sufrir con dignidad las
derrotas, concepción que no carece de grandeza. Y si no todos somos
estoicos e impasibles -como Juárez y Cuauhtémoc- al menos procuramos ser
resignados, pacientes y sufridos. La resignación es una de nuestras
virtudes populares. Más que el brillo de la victoria nos conmueve la
entereza ante la adversidad.
La
preeminencia de lo cerrado frente a lo abierto no se manifiesta sólo
como impasibilidad y desconfianza, ironía y recelo, sino como el amor a
la forma. Ésta contiene y encierra a la intimidad, impide sus excesos,
reprime sus explosiones, la separa y aísla, la preserva. La doble
influencia indígena y española se conjugan en nuestra predilección por
la ceremonia, las fórmulas y el orden. EL mexicano, contra lo que supone
una superficial interpretación de nuestra historia, aspira a crear un
mundo ordenado conforme a principios claros. La agitación y encono de
nuestras luchas políticas prueba hasta que punto las nociones jurídicas
juegan un papel importante en nuestra vida pública. Y en la de todos los
días el mexicano es un hombre que se esfuerza por ser formal y que muy
fácilmente se convierte en formulista. Y es explicable. El orden
-jurídico, social, religioso o artístico- constituye una esfera segura y
estable. En su ámbito basta con ajustarse a los modelos y principios
que regulan la vida; nadie, para manifestarse, necesita recurrir a la
continua invención que exige una sociedad libre. Quizá nuestro
tradicionalismo -que es una de las constantes de nuestro ser y lo que le
da coherencia y antigüedad a nuestro pueblo- parte del amor que
profesamos a la forma.
Las
complicaciones rituales de la cortesía, la persistencia del humanismo
clásico, el gusto por las formas cerradas en la poesía (el soneto y la
décima por ejemplo), nuestro amor por la geometría en las artes
decorativas, por el dibujo y la composición en la pintura, la pobreza de
nuestro romanticismo frente a la excelencia de nuestro arte barroco, el
formalismo de nuestras instituciones políticas y, en fin, la peligrosa
inclinación que mostramos por la fórmulas -sociales, morales y
burocráticas-, son otras tantas excepciones de esta tendencia de nuestro
carácter. El mexicano no sólo no se abre; tampoco se derrama.
A
veces las formas nos ahogan. Durante el siglo pasado los liberales
vanamente intentaron someter la realidad del país a la camisa de fuerza
de la Constitución de 1857. Los resultados fueron la Dictadura de
Porfirio Díaz y la Revolución de 1857. En cierto sentido la historia de
México, como la de cada mexicano, consiste en una lucha entre las formas
y fórmulas en que se pretende encerrar a nuestro ser y las explosiones
con que nuestra espontaneidad se venga. Poca veces la forma ha sido una
creación original, un equilibrio alcanzado no a expensas sino gracias a
la expresión de nuestros instintos y quereres. Nuestras formas jurídicas
y morales, por el contrario, mutilan con frecuencia a nuestro ser, nos
impiden expresarnos y niegan satisfacción a nuestros apetitos vitales.
La
preferencia por la forma, inclusive vacía de su contenido, se
manifiesta a lo largo de la historia de nuestro arte, desde la época
precortesiana hasta nuestros días. Antonio Castro Leal, en su excelente
estudio sobre Juan Ruiz de Alarcón, muestra cómo la reserva frente al
romanticismo -que es, por definición, expansivo y abierto- se expresa ya
en el siglo XVIII, esto es, antes de que siquiera tuviésemos conciencia
de nacionalidad. Tenían razón los contemporáneos de Juan Ruiz de
Alarcón al acusarlo de entrometido, aunque más bien hablasen de la
deformidad de su cuerpo que de la singularidad de su obra. En efecto, la
porción más característica de su teatro niega al de sus contemporáneos
españoles. Y su negación contiene, en cifra, la que México ha opuesto
siempre a España. El teatro de Alarcón es una respuesta a la vitalidad
española, afirmativa y deslumbrante en esa época, y que se expresa a
través de un gran Sí a la historia y a las pasiones. Lope exalta
el amor, lo heroico, lo sobrehumano, lo increíble; Alarcón opone a estas
virtudes desmesuradas otras más sutiles y burguesas: la dignidad, la
cortesía, el estoicismo melancólico, un pudor sonriente. Los problemas
morales interesan poco a Lope, que ama la acción, como todos sus
contemporáneos. Más tarde Calderón mostrará el mismo desdén por la
psicología; los conflictos morales y las oscilaciones, caídas y cambios
del alma humana sólo son metáforas que transparentan un drama teológico
cuyos dos personajes son el pecado original y la Gracia divina. En las
comedias más representativas de Alarcón, en cambio, el cielo cuenta
poco, tan poco como el viento pasional que arrebata a los personajes
lopescos.
El
hombre, nos dice el mexicano, es un compuesto y el mal y el bien se
mezclan sutilmente en su alma. En lugar de proceder por síntesis,
utiliza el análisis: el héroe se vuelve problema, En varias comedias se
plantea la cuestión de la mentira; ¿hasta qué punto el mentiroso de
veras miente, de veras se propone engañar?; ¿no es él la primera víctima
de sus engaños y no es a sí mismo a quien engaña? El mentiroso se
miente a sí mismo: tiene miedo de sí.
Al
plantearse el problema de la autenticidad, Alarcón anticipa uno de los
temas constantes de reflexión del mexicano, que más tarde recogerá
Rodolfo Usigli en El gesticulador.
En
el mundo de Alarcón no triunfan la pasión ni la Gracia; todo se
subordina a lo razonable; sus arquetipos son los de la moral que sonríe y
perdona. Al substituir los valores vitales y románticos de Lope por los
abstractos de una moral universal y razonable, ¿no se evade, no nos
escamotea su propio ser? Su negación, como la de México, no afirma
nuestra singularidad frente a la de los españoles. Los valores que
postula Alarcón pertenecen a todos los hombres y son una herencia
grecorromana tanto como una profecía de la moral que impondrá el mundo
burgués.
No
expresan nuestra espontaneidad, ni resuelven nuestros conflictos; son
formas que no hemos creado ni sufrido, máscaras. Sólo hasta nuestros
días hemos sido capaces de enfrentar al Sí español un Sí
mexicano y no una afirmación intelectual, vacía de nuestras
peculiaridades. La Revolución mexicana, al descubrir las artes
populares, dio origen a la pintura moderna; al descubrir el lenguaje de
los mexicanos, creó la nueva poesía.
Si
en la política y el arte el mexicano aspira a crear mundos cerrados, en
la esfera de las relaciones cotidianas procura que imperen el pudor, el
recato y la reserva ceremoniosa. El pudor, que nace de la vergüenza
ante la desnudez propia o ajena, es un reflejo casi físico entre
nosotros. Nada más alejado de esta actitud que el miedo al cuerpo,
característico de la vida norteamericana. No nos da miedo ni vergüenza
nuestro cuerpo; lo afrontamos con naturalidad y lo vivimos con cierta
plenitud -a la inversa de lo que ocurre con los puritanos. Para nosotros
el cuerpo existe; da gravedad y límites a nuestro ser. Lo sufrimos y
gozamos; no es un traje que estamos acostumbrados a habitar, ni algo
ajeno a nosotros: somos nuestro cuerpo. Pero las miradas extrañas nos
sobresaltan, porque el cuerpo no vela la intimidad, sino la descubre. El
pudor, así, tiene un carácter defensivo, como la muralla china de la
cortesía o las cercas de los órganos y cactus que separan en el campo a
los jacales de los campesinos. Y por eso la virtud que más estimamos en
las mujeres es el recato, como en los hombres la reserva. Ellas también
deben defender su intimidad.
Sin
duda en nuestra concepción del recato femenino interviene la vanidad
masculina del señor -que hemos heredado de indios y españoles. Como casi
todos los pueblos, los mexicanos consideran a la mujer como un
instrumento, ya de los deseos del hombre, ya de los fines que le asignan
la ley, la sociedad o la moral. Fines, hay que decirlo, sobre los que
nunca se le ha pedido su consentimiento y en cuya realización participa
sólo pasivamente, en tanto que “depositaria” de ciertos valores.
Prostituta, diosa, gran señora, amante, la mujer transmite o conserva,
pero no crea, los valores y energías que le confían la naturaleza o la
sociedad. En un mundo hecho a la imagen de los hombres, la mujer es sólo
un reflejo de la voluntad y querer masculinos. Pasiva, se convierte en
diosa, amada, ser que encarna los elementos estables y antiguos del
universo: la tierra, madre y virgen; activa, es siempre función, medio,
canal. La feminidad nunca es un fin en sí mismo, como lo es la hombría.
En
otros países estas funciones se realizan a la luz pública y con brillo.
En algunos se reverencia a las prostitutas o a las vírgenes; en otros,
se premia a las madres; en casi todos, se adula y respeta a la gran
señora. Nosotros preferimos ocultar esas gracias y virtudes. El secreto
debe acompañar a la mujer. Pero la mujer no sólo debe ocultarse sino
que, además, debe ofrecer cierta impasibilidad sonriente al mundo
exterior. Ante el escarceo erótico, debe ser “decente”; ante la
adversidad, “sufrida”. En ambos casos su respuesta no es instintiva ni
personal, sino conforme a un modelo genérico. Y ese modelo, como en el
caso del “macho”, tiende a subrayar los aspectos defensivos y pasivos,
en una gama que va desde el pudor y la “decencia” hasta el estoicismo,
la resignación y la impasibilidad.
La
herencia hispanoárabe no explica completamente esta conducta. La
actitud de los españoles frente a las mujeres es muy simple y se
expresa, con brutalidad y concisión, en dos refranes: “la mujer en la
casa y con la pata rota” y “entre santa y santo, pared de cal y canto”.
La mujer es una fiera doméstica, lujuriosa y pecadora de nacimiento, a
quien hay que someter con el palo y conducir con el “freno de la
religión”. De ahí que muchos españoles consideren a las extranjeras -y
especialmente a las que pertenecen a países de raza o religión diversas a
las suyas- como presa fácil. Para los mexicanos la mujer es un ser
obscuro, secreto y pasivo. No se le atribuyen malos instintos: se
pretende que ni siquiera los tiene. Mejor dicho, no son suyos sino de la
especie; la mujer encarna la voluntad de la vida, que es por esencia
impersonal. Ser ella misma, dueña de su deseo, su pasión o su capricho,
es ser infiel a sí misma. Bastante más libre y pagano que el español
-como heredero de las grandes religiones naturalistas precolombinas- el
mexicano no condena al mundo natural. Tampoco el amor sexual está teñido
de luto y horror, como en España. La peligrosidad no radica en el
instinto sino en asumirlo personalmente.
Reaparece así la idea de pasividad: tendida o erguida, vestida o desnuda, la mujer nunca es ella misma.
Manifestación indiferenciada de la vida, es el canal del apetito cósmico. En ese sentido, no tiene deseos propios.
Las
norteamericanas proclaman también la ausencia de instintos y deseos,
pero la raíz de su pretensión es distinta y hasta contraria. La
norteamericana oculta o niega ciertas partes de su cuerpo -y, con más
frecuencia, de su psiquis: son inmorales y, por lo tanto, no existen. Al
negarse, se reprime su espontaneidad. La mexicana simplemente no tiene
voluntad. Su cuerpo duerme y sólo se enciende si alguien lo despierta.
Nunca es pregunta, sino respuesta, materia fácil y vibrante que la
imaginación y la sensualidad masculina esculpen. Frente a la actividad
que despliegan las otras mujeres, que desean cautivar a los hombres a
través de la agilidad de su espíritu o del movimiento de su cuerpo, la
mexicana opone un cierto hieratismo, un reposo hecho al mismo tiempo de
espera y desdén. El hombre revolotea a su alrededor, la festeja, la
canta, hace caracolear su caballo o su imaginación. Ella se vela en el
recato y la inmovilidad. Es un ídolo. Como todos los ídolos, es dueña de
fuerzas magnéticas, cuya efectividad y poder crecen a medida que el
foco emisor es más pasivo y secreto. Analogía cósmica: la mujer no
busca, atrae. Y el centro de su atracción es su sexo, oculto, pasivo.
Inmóvil sol secreto.
Esta
concepción -bastante falsa si se piensa que la mexicana es muy sensible
e inquieta- no la convierte en mero objeto, en cosa. La mujer mexicana,
como todas las otras, es un símbolo que representa la estabilidad y
continuidad de la raza. A su significación cósmica se alía la social: en
la vida diaria su función consiste en hacer imperar la ley y el orden,
la piedad y la dulzura. Todos cuidamos que nadie “falte al respeto a las
señoras”, noción universal, sin duda, pero que en México se lleva hasta
sus últimas consecuencias. Gracias a ella se suavizan muchas de las
asperezas de nuestras relaciones de “hombre a hombre”. Naturalmente
habría que preguntar a las mexicanas su opinión; ese “respeto” es a
veces una hipócrita manera de sujetarlas e impedirles que se expresen.
Quizá
muchas preferirían ser tratadas con menos “respeto” (que, por lo demás,
se les concede solamente en público) y con más libertad y autenticidad.
Esto es, como seres humanos y no como símbolos o funciones. Pero, ¿cómo
vamos a consentir que ellas se expresen, si toda nuestra vida tiende a
paralizarse en una máscara que oculte nuestra identidad?
Ni
la modestia propia, ni la vigilancia social, hacen invulnerable a la
mujer. Tanto por la fatalidad de su anatomía “abierta” como por su
situación social -depositaria de la honra, a la española- está expuesta a
toda clase de peligros, contra los que nada pueden la moral personal ni
la protección masculina. El mal radica en ella misma; por naturaleza es
un ser “rajado”, abierto. Más, en virtud de un mecanismo de
compensación fácilmente explicable, se hace virtud de su flaqueza
original y se crea el mito de la “sufrida mujer mexicana”. El ídolo
-siempre vulnerable, siempre en trance de convertirse en ser humano- se
transforma en víctima endurecida e insensible al sufrimiento,
encallecida a fuerza de sufrir. (Una persona “sufrida” es menos sensible
al dolor que las que apenas si han sido tocadas por la adversidad.) Por
obra del sufrimiento, las mujeres se vuelven como los hombres:
invulnerables, impasibles y estoicas.
Se
dirá que al transformar en virtud algo que debería ser motivo de
vergüenza, sólo pretendemos descargar nuestra conciencia y encubrir con
una imagen una realidad atroz. Es cierto, pero también lo es que al
atribuir a la mujer la misma invulnerabilidad a que aspiramos,
recubrimos con una inmunidad moral su fatalidad anatómica, abierta al
exterior. Gracias al sufrimiento, y a su capacidad para resistirlo sin
protesta, la mujer trasciende su condición y adquiere los mismos
atributos del hombre.
Es
curioso advertir que la imagen de la “mala mujer” casi siempre se
presenta acompañada de la idea de actividad. A la inversa de la
“abnegada madre”, de la “novia que espera” y del ídolo hermético, seres
estáticos, la “mala” va y viene, busca a los hombres, los abandona. Por
un mecanismo análogo al descrito más arriba, su extrema movilidad la
vuelve invulnerable. Actividad e impudicia se alían en ella y acaban por
petrificar su alma. La “mala” es dura, impía, independiente, como el
“macho”. Por caminos distintos, ella también transciende su fisiología y
se cierra al mundo.
Es
significativo, por otra parte, que el homosexualismo masculino sea
considerado con cierta indulgencia, por lo que toca al agente activo. El
pasivo, al contrario, es un ser degrado y abyecto. El juego de los
“albures” -esto es, el combate verbal hecho de alusiones obscenas y de
doble sentido, que tanto se practica en la ciudad de México-
transparenta esta ambigua concepción. Cada uno de los interlocutores, a
través de trampas verbales y de ingeniosas combinaciones lingüísticas,
procura anonadar a su adversario; el vencido es el que no puede
contestar, el que se traga las palabras de su enemigo. Y esas palabras
están teñidas de alusiones sexualmente agresivas: el perdidoso (sic) es
poseído, violado, por el otro. Sobre él caen las burlas y escarnios de
los espectadores. Así pues, el homosexualismo masculino es tolerado, a
condición de que se trate de una violación del agente pasivo. Como en el
caso de las relaciones heterosexuales, lo importante es “no abrirse” y,
simultáneamente, rajar, herir al contrario.
Me
parece que todas estas actitudes, por diversas que sean sus raíces,
confirman el carácter “cerrado” de nuestras reacciones frente al mundo o
frente a nuestros semejantes. Pero no nos bastan los mecanismos de
preservación y defensa. La simulación, que no acude a nuestra pasividad
sino que exige una invención activa y que se recrea a sí misma a cada
instante, es una de nuestras formas de conducta habituales. Mentimos por
placer y fantasía, sí, como todos los pueblos imaginativos, pero
también para ocultarnos y ponernos al abrigo de intrusos. La mentira
posee una importancia decisiva en nuestra vida cotidiana, en la
política, el amor, la amistad. Con ella no pretendemos nada más engañar a
los demás, sino a nosotros mismos. De ahí su fertilidad y lo que
distingue a nuestras mentiras de las groseras invenciones de otros
pueblos, La mentira es un juego trágico, en el que arriesgamos parte de
nuestro ser. Por eso es estéril su denuncia.
El
simulador pretende ser lo que no es. Su actividad reclama una constante
improvisación, un ir hacia adelante siempre, entre arenas movedizas. A
cada minuto hay que rehacer, recrear, modificar el personaje que
fingimos, hasta que llega el momento en que realidad y apariencia,
mentira y verdad, se confunden. De tejido de invenciones para deslumbrar
al prójimo, la simulación se trueca en una forma superior, por
artística, de la realidad. Nuestras mentiras reflejan, simultáneamente,
nuestras carencias y nuestros apetitos, lo que no somos y lo que
deseamos ser.
Simulando,
nos acercamos a nuestro modelo y a veces el gesticulador, como ha visto
con hondura Usigli, se funde con sus gestos, los hace auténticos. La
muerte del profesor Rubio lo convierte en lo que deseaba ser: el general
Rubio, un revolucionario sincero y un hombre capaz de impulsar y
purificar a la Revolución estancada. En la obra de Usigli el profesor
Rubio se inventa a sí mismo y se transforma en general; su mentira es
tan verdadera que Navarro, el corrompido, no tiene más remedio que
volver a matar en él a su antiguo jefe, el general Rubio. Mata en él la
verdad de la Revolución.
Si
por el camino de la mentira podemos llegar a la autenticidad, un exceso
de sinceridad puede conducirnos a formas más refinadas de la mentira.
Cuando nos enamoramos nos “abrimos”, mostramos nuestra intimidad, ya que
una vieja tradición quiere que el que sufre de amor exhiba sus heridas
ante la que ama. Pero al descubrir sus llagas de amor, el enamorado
transforma su ser en una imagen, en un objeto que entrega a la
contemplación de la mujer -y de sí mismo. Al mostrarse, invita a que lo
contemplen con los mismos ojos piadosos con que él se contempla. La
mirada ajena ya no lo desnuda: lo recubre de piedad. Y al presentarse
como espectáculo y pretender que se le mire con los mismos ojos con que
él se ve, se evade del juego erótico, pone a salvo su verdadero ser, lo
substituye por una imagen. Substrae su intimidad, que se refugia en sus
ojos, esos ojos que son nada más contemplación y piedad de sí mismo. Se
vuelve su imagen y la mirada que lo contempla.
En
todos los tiempos y en todos los climas, las relaciones humanas -y
especialmente las amorosas- corren el riesgo de volverse equívocas.
Narcisismo y masoquismo no son tendencias exclusivas del mexicano. Pero
es notable la frecuencia con que canciones populares, refranes y
conductas cotidianas aluden al amor como falsedad y mentira. Casi
siempre eludimos los riesgos de una relación desnuda a través de una
exageración, en su origen sincera, de nuestros sentimientos. Asimismo,
es revelador cómo el carácter combativo del erotismo se acentúa entre
nosotros y se encona. El amor es una tentativa de penetrar en otro ser,
pero sólo puede realizarse a condición de que la entrega sea mutua. En
todas partes es difícil este abandono de sí mismo; pocos coinciden en la
entrega y más pocos aún logran trascender esa etapa posesiva y gozar
del amor como lo que realmente es: un perpetuo descubrimiento, una
inmersión en las aguas de la realidad y una recreación constante.
Nosotros concebimos el amor como conquista y como lucha. No se trata
tanto de penetrar la realidad, a través de un cuerpo, como de violarla.
De ahí que la imagen del amante afortunado -herencia, acaso, del Don
Juan español- se confunda con la del hombre que se vale de sus
sentimientos -reales o inventados- para obtener a la mujer.
La
simulación es una actividad parecida a la de los actores y puede
expresarse en tantas formas como personajes fingimos. Pero el actor, si
lo es de veras, se entrega a su personaje y lo encarna plenamente,
aunque después, terminada la representación, lo abandone como su piel la
serpiente. El simulador jamás se entrega y se olvida de sí, pues
dejaría de simular si se fundiera con su imagen. Al mismo tiempo, esa
ficción se convierte en una parte inseparable -y espuria- de su ser:
está condenado a representar toda su vida, porque entre su personaje y
él se ha establecido una complicidad que nada puede romper, excepto la
muerte o el sacrificio. La mentira se instala en su ser y se convierte
en el fondo último de su personalidad.
Simular
es inventar o, mejor, aparentar y así eludir nuestra condición. La
disimulación exige mayor sutileza: el que disimula no representa, sino
que quiere hacerse invisible, pasar desapercibido, sin renunciar a su
ser. El mexicano excede en el disimulo de sus pasiones y de sí mismo.
Temeroso de la mirada ajena, se contrae, se reduce, se vuelve sombra y
fantasma, eco. No camina, se desliza; no propone, insinúa; no replica,
rezonga; no se queja, sonríe; hasta cuando canta -si no estalla y se
abre el pecho- lo hace entre dientes y a media voz, disimulando su
cantar:
Y es tanta la tiranía
de esta disimulación
que aunque de raros anhelos
se me hincha el corazón,
tengo miradas de reto
y voz de resignación.
de esta disimulación
que aunque de raros anhelos
se me hincha el corazón,
tengo miradas de reto
y voz de resignación.
Quizá
el disimulo nació durante la Colonia. Indios y mestizos tenían, como en
el poema de Reyes, que cantar quedo, pues “entre dientes mal se oyen
las palabras de rebelión”. El mundo colonial ha desaparecido, pero no el
temor, la desconfianza y el recelo. Y ahora no solamente disimulamos
nuestra cólera sino nuestra ternura. Cuando pide disculpas, la gente del
campo suele decir: “Disimule usted, señor”. Y disimulamos. Nos
disimulamos con tal ahínco que casi no existimos.
En
sus formas radicales el disimulo llega al mimetismo. El indio se funde
con el paisaje, se confunde con la barda blanca en que se apoya por la
tarde, con la tierra obscura en que se tiende a mediodía, con el
silencio que lo rodea.
Se disimula tanto su humana singularidad que acaba por abolirla y se vuelve piedra, pirú, muro, silencio: espacio.
No
quiero decir que comulgue con el Todo, a la manera panteísta, ni que en
un árbol aprehenda todos los árboles, sino que efectivamente, esto es,
de una manera concreta y particular, se confunde con un objeto
determinado.
Roger
Caillois observa que el mimetismo no implica siempre una tentativa de
protección contra las amenazas virtuales que pululan en el mundo
externo. A veces los insectos “se hacen los muertos” o imitan las formas
de la materia en descomposición, fascinados por la muerte, por la
inercia del espacio. Esta fascinación -fuerza de gravedad, diría yo, de
la vida- es común a todos los seres y el hecho de que se exprese como
mimetismo confirma que no debemos considerar a éste exclusivamente como
un recurso del instinto vital para escapar del peligro y la muerte.
Defensa
frente al exterior o fascinación ante la muerte, el mimetismo no
consiste tanto en cambiar de naturaleza como de apariencia. Es revelador
que la apariencia escogida sea la muerte o la del espacio inerte, en
reposo.
Extenderse,
confundirse con el espacio, ser espacio, es una manera de rehusarse a
las apariencias, pero también es una manera de ser sólo Apariencia. El
mexicano tiene tanto horror a las apariencias, como amor le profesan sus
demagogos y dirigentes. Por eso se disimula su propio existir hasta
confundirse con los objetos que lo rodean. Y así, por medio de las
apariencias, se vuelve sólo Apariencia. Aparenta ser otra cosa e incluso
prefiere la apariencia de la muerte o del no ser antes que abrir su
intimidad y cambiar. La disimulación mimética, en fin, es una de tantas
manifestaciones de nuestro hermetismo. Si el gesticulador acude al
disfraz, los demás queremos pasar desapercibidos. En ambos casos
ocultamos nuestro ser. Y a veces lo negamos. Recuerdo que una tarde,
como oyera un leve ruido en el cuarto vecino al mío, pregunté en voz
alta: “¿Quién anda por ahí?”. Y la voz de una criada recién llegada de
su pueblo contestó: “No es nadie señor, soy yo”.
No
sólo nos disimulamos a nosotros mismos y nos hacemos transparentes y
fantasmales; también disimulamos la existencia de nuestros semejantes.
No quiero decir que los ignoremos o los hagamos menos, actos deliberados
y soberbios. Los disimulamos de manera más definitiva y radical: los
ninguneamos. El ninguneo es una operación que consiste en hacer de
Alguien, Ninguno. La nada de pronto se individualiza, se hace cuerpo y
ojos, se hace Ninguno.
Don
Nadie, padre español de Ninguno, posee don, vientre, honra, cuenta en
el banco y habla con voz fuerte y segura. Don Nadie llena al mundo con
su vacía y vocinglera presencia. Está en todas partes y en todos los
sitios tiene amigos. Es banquero, embajador, hombre de empresa. Se pasea
por todos los salones, lo condecoran en Jamaica, en Estocolmo y en
Londres. Don Nadie es funcionario o influyente y tiene una agresiva y
engreída manera de no ser. Ninguno es silencioso y tímido, resignado. Es
sensible e inteligente. Sonríe siempre, Espera siempre. Y cada vez que
quiere hablar, tropieza con un muro de silencio; si saluda encuentra una
espalda glacial; si suplica, llora o grita, sus gestos y gritos se
pierden en el vacío que don Nadie crea con su vozarrón. Ninguno no se
atreve a no ser: oscila, intenta una vez y otra vez ser Alguien. Al fin,
entre vanos gestos, se pierde en el limbo de donde surgió.
Sería
un error pensar que los demás le impiden existir. Simplemente disimulan
su existencia, obran como si no existiera. Lo nulifican, lo anulan, lo
ningunean. Es inútil que Ninguno hable, publique libros, pinte cuadros,
se ponga de cabeza. Ninguno es la ausencia de nuestras miradas, la pausa
de nuestra conversación, la reticencia de nuestro silencio. Es el
nombre que olvidamos siempre por una extraña fatalidad. el eterno
ausente, el invitado que no invitamos, el hueco que no llenamos. Es una
omisión. Y sin embargo, Ninguno está presente siempre. Es nuestro
secreto, nuestro crimen y nuestro remordimiento. Por eso el Ninguneador
también se ningunea; él es la omisión de Alguien. Y si todos somos
Ninguno, no existe ninguno de nosotros. El círculo se cierra y la sombra
de Ninguno se extiende sobre México, asfixia al Gesticulador y lo cubre
todo. En nuestro territorio, más fuerte que las pirámides y los
sacrificios, que las iglesias, los motines y los campos populares,
vuelve a imperar el silencio, anterior a la historia.
Paz, Octavio. El laberinto de la soledad. Ediciones Cuadernos Americanos, México, 1950.
Dicha edición se término de imprimir el día 15 de febrero de 1950, en los talleres de la Editorial Cultura, en la ciudad de México.
La transcripción actual se realizó del volumen III de las Obras completas, editadas por el Fondo de Cultura Económica en México. La ficha bibliográfica de esta edición es:
Paz, Octavio. El laberinto de la soledad. (El peregrino en su patria. Historia y política de México), en OC, v. III, (segunda reimpresión de la segunda edición), Círculo de Lectores/Fondo de Cultura Económica, México, 1996, p. 61-72.
[Edición digital de Patricio Eufraccio Solano]
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