- las servidumbres inútiles y evitado las
- desgracias innecesarias, siempre tendremos,
- para mantener tensas las virtudes heroicas del
- hombre, la larga serie de males verdaderos, la
- muerte, la vejez, las enfermedades incurables,
- el amor no correspondido, la amistad rechazada
- o vendida, la mediocridad de una vida menos
- vasta que nuestros proyectos y más opaca que
- nuestros ensueños —todas las desdichas
- causadas por la naturaleza divina de las cosas.
Marguerite Yourcenar,-
Memorias de Adriano
Roger Bartra (1942) |
La muerte fácil
Cuando hayamos aliviado lo mejor posible
Paradojas de la mitología moderna: para el hombre primitivo,
dice la leyenda, el tiempo no tiene sentido; para el hombre civilizado, en cambio,
es la muerte la que no tiene sentido.
Max Weber explica esta peculiar angustia de la modernidad: el
campesino de los viejos tiempos moría "saciado de vivir" y "satisfecho", pues
la vida ya le había ofrecido todo y ya no quedaba "ningún enigma que quisiera
descifrar". En cambio, el hombre civilizado —sumergido en una insensata progresividad—
no se satisface de vivir, y sabe que "nunca habrá podido captar más que una
porción mínima de lo que la vida del espíritu alumbra continuamente". Weber
concluye: "La muerte resulta así para él un hecho sin sentido"
En cambio, todo en cuanto no es moderno —lo antiguo, lo salvaje,
lo bárbaro— le da algún sentido a la muerte. En su versión medieval cristiana,
por ejemplo, la muerte es un segundo nacimiento: es el acceso a la vida eterna
del alma despojada de su cuerpo. De allí viene la reacción de algunos europeos
del siglo XX ante la "muerte mexicana":
El europeo —dice Paul Weistheim—, para quien pensar en la muerte
es una pesadilla, que no quiere que le recuerden la caducidad de la vida, se
ve de pronto frente a un mundo libre de esta angustia, que juega con la muerte
y hasta se burla de ella... ¡Extraño mundo, actitud inconcebible!
El mismo autor cita al poeta Xavier Villaurrutia quien describe
así la dualidad frente a la muerte "Aquí [en México] se tiene una gran facilidad
para morir, que es más fuerte en su atracción conforme mayor cantidad de sangre
india tenemos en las venas. Mientras más criollo se es, mayor temor tenemos
por la muerte..." A partir de ese crisol legendario se alienta el mito del mexicano
indiferente ante la muerte, del hombre que desprecia a la muerte; éste es uno
de los lugares comunes más socorridos del pensamiento mexicano moderno.
Se ha dicho, con toda razón, que la burla y el desprecio a la
muerte se conectan con una indiferencia hacia la vida: si la vida no vale nada,
la muerte tampoco. Esta actitud fatalista tiene un doble origen. En primer lugar
—es lo más evidente— proviene de la conciencia del hombre que vive la miseria
de una vida llena de fatigas y humillaciones, rodeado de amenazas; por eso Rulfo
al referirse a la muerte de Tanilo, uno de sus personajes, dice: "...se alivió
hasta de vivir". Paul Weistheim en su interesante estudio sobre la calavera
afirma contudente:
La carga psíquica que da un tinte trágico a la existencia del
hombre mexicano, hoy como hace dos o tres mil años, no es el temor por la muerte,
sino la angustia vital, la fatalidad de la vida, la conciencia de estar expuesto,
y con insuficientes medios de defensa, a una existencia llena de peligros, llena
de esencias demoniacas.
En este primer sentido, el origen del desprecio a la muerte es
el tradicional fatalismo que suele asignar a los campesinos y a todos aquellos
hombres expuestos directamente, sin apenas protección, a las inclemencias de
la sociedad y de la naturaleza.
Pero este fatalismo tiene otro origen, paralelo al que acabo
de mencionar: es una manifestación del desprecio de las clases dominantes por
la vida de los hombres que se encuentran en la miseria. Hay hombres cuya vida
no vale mucho a los ojos de los amos: la muerte de un indio mexicano, lo mismo
que de un campesino de Biafra o un intocable en Calcuta, ocurre en el seno de
la masa indiferenciada; esa muerte puede alcanzar proporciones estadísticas
monstruosas, pero no amenaza directamente al civilizado. Esos hombres mueren
como animales, pues viven como tales. La indiferencia por la muerte, en Europa,
ha sido asociada tradicionalmente al fatalismo aldeano y a la cultura oriental,
que se acerca a Occidente desde el norte: "Uno de los rasgos más originales
de muchos rusos —dice Fouillée—, es el considerar la muerte hasta con tranquilidad.
La indifferentia mortis es, por otra parte, una de las virtudes bárbaras."
Suponer que hay pueblos que son indiferentes a la muerte es pensar
a esos pueblos como manadas de animales salvajes. Un eco de esta arcaica idea
es el que resuena en innumerables textos modernos referidos al "carácter del
mexicano". Los campesinos que habitan el mundo literario de Rulfo son un ejemplo;
el campesino rulfiano es un ser marcado por la muerte, y el acto de matar le
parece algo intrascendente y cotidiano, un acontecimiento animal. "Ya mataron
a la perra, pero quedan los perritos..." dice un corrido popular que sirve de
epígrafe a "El llano en llamas". Y es precisamente en este cuento donde Rulfo
usa más metáforas de animales para referirse a los personajes: allí los campesinos
están "como iguanas calentándose al sol", suben los cerros "a gatas, como tejones
espantados por la lumbre", se arrastran "como víboras" o andan "culebreando",
se desplazan "en manada" y se dejan cercar "como gallinas acorraladas". En este
cuento tal vez lo más impresionante es la significativa escena en que Pedro
Zamora juega como toro para matar a ocho soldados, al administrador y al caporal:
en lugar de cuernos usa un verduguillo, con el que hace una sangrienta carnicería.
Pero es en otro cuento donde Rulfo recrea con gran sutileza la
imbricada relación entre el desprecio por la vida de los otros y el miedo a
la propia muerte: allí, entre líneas, podemos ver cómo el arte de Rulfo nos
descubre la forma en que la "indiferencia por la muerte" tiene su origen en
el desprecio por la vida ajena. El personaje de "¡Diles que no me maten!" es
un viejo que se encuentra preso y a punto de ser fusilado, por haber asesinado
—muchos años atrás— al padre del coronel que lo ha aprehendido. El prisionero
sufre un miedo atroz a la muerte, pero su miedo es visto con naturalidad, casi
con indeferencia, por su hijo. El propio viejo afirma que "tuvo que matar a
Don Lupe", como si fuera algo natural, cotidiano e irremediable; pero lo atacó
a machetazos, "clavándole después una pica de buey en el estómago... duró más
de dos días perdido y... cuando lo encontraron, tirado en un arroyo, todavía
estaba agonizando y pidiendo el encargo de que le cuidaran a su familia". En
medio de un piélago de desolación, crueldad y desdén por la vida, aparece, sorprendentemente,
el miedo a la muerte: el anciano preso "comenzó a sentir esa comezón en el estómago,
que le llegaba de pronto siempre que veía de cerca de la muerte y que le sacaba
el ansia por los ojos, y que le hinchaba la boca con aquellos buches de agua
agria que tenía que tragarse sin querer". Este cuento tejido en torno al miedo
contrasta con el mundo teñido —como dice bien Manuel Durán— de una "nostalgia
del pasado de un paraíso perdido, que da origen a ese cariño por los muertos
—testigos de días mejores— tan característico de Rulfo". Además, este extraño
cuento de Rulfo nos permite recordar que el desprecio a la muerte es una de
las formas de tenerle miedo.
He sugerido que la "indiferencia ante la muerte" del mexicano
es un mito que tiene dos fuentes: la fatalidad religiosa que auspicia la vida
miserable tanto como el desprecio de los poderosos por la vida de los trabajadores.
Desde la primera perspectiva, se trata del mismo sentimiento de fatalidad que
se expresaba en las danzas macabras medievales (uno de los ejemplos más interesantes
son Les simulachres et historiées faces de la mort de Holbein), que le
recordaban al hombre que la muerte lo libera de su cuerpo desgraciado y que
significa un segundo nacimiento a una vida mejor. Esta idea llega a coincidir
con la imagen que con frecuencia se han formado las clases altas de la vida
de los menesterosos: por ser tan cercanos al reino animal —creen— la angustia
de la muerte no les afecta muy profundamente.
En la cultura mexicana estas dos tendencias se entrelazan para
formar un tejido peculiar en el que se cruzan desesperación y desdén, zozobra
y orgullo. Pero a este tejido cultural sobre la muerte se agrega un tercer elemento:
la nostalgia del edén perdido se transforma en una búsqueda intelectual de la
dimensión auténticamente humana que la civilización industrial moderna ha sepultado.
Un ejemplo: para escapar a la enajenación de la sociedad moderna, los poetas
frecuentemente han evocado los valores primigenios, y nos han propuesto un largo
viaje hacia el interior del hombre. ¿Pero dónde se encuentran las puertas o
los pozos que nos comunican con ese reino interior? Quiero solicitar a dos poetas
europeos —muy distintos entre sí— que quisieron encontrar en México esos umbrales.
Para Luis Cernuda el indio mexicano, a quien "otros pueblos llaman no civilizado",
es "más que un hombre: es una decisión frente al mundo". Esta opción vital,
envidiada por el poeta andaluz, se observa en "su descuido ante la pobreza,
su indiferencia ante la desdicha, su asentimiento por la muerte". Al indio,
"que nada posee, nada desea, algo más profundo le sostiene; algo que hace siglos
postula tácitamente". Cuando Cernuda visita Xochimilco, uno de los parajes más
hermosos del valle de México, inmediatamente percibe que allí no se sabe "qué
ecos de sabiduría extinta, de vida abdicada, yerran en le aire. Esos cuerpos
callados y misteriosos, que al paso de sus barcas nos tienden una flor o un
fruto, deben conocer el secreto. Pero no lo dirán".
En cambio, un gran poeta surrealista francés, Antoin Artaud,
había venido a México con la seguridad de que los indios le revelarían el secreto:
el alma mexicana —creía Artaud— es capaz de desencadenar antiguas fuerzas naturales
que pueden regenerar al hombre moderno, cuyo espíritu se ha podrido por obra
de la "superstición de progreso". "México por los antiguos mexicanos... Yo he
venido a México a encontrar una nueva idea del hombre." El "alma mexicana" que
buscaba Artaud debía ser la base para formar una "cultura única" que considerase
al universo como un todo; el antiguo culto por la muerte de los mexicanos tenía
ese sentido:
Realizar la supremacía de la muerte no equivale a inutilizar
la vida presente. Es poner la vida presente en su lugar; hacerla cabalgar sobre
varios planos a la vez; sentir la estabilidad de los planos que hacen del mundo
viviente una gran fuerza en equilibrio; es, en fin, restablecer una gran armonía.
Se refiere a esa armonía que la civilización moderna ha destrozado.
Las actitudes de Artaud y Cernuda son indicativas de una peculiar angustia del
escritor contemporáneo: vive azorado ante el espectáculo de la nueva tecnología,
agobiado por el estado moderno —tanto si es mimado como si es perseguido por
él— y aterrado por las dimensiones planetarias de la guerra y la violencia.
Una gran parte de la intelectualidad mexicana tiene la misma actitud, pero se
manifiesta en forma mucho más alambicada que en estos dos poetas europeos, cuya
ingenuidad es maravillosa y reveladora.
A muchos intelectuales les ha parecido fascinante un mundo en
que los hombres no le tienen miedo a la muerte. ¿Y por qué no le tienen miedo?
Detrás de esta máscara —si es que es una máscara— debe haber un antiguo secreto,
una verdad ancestral perdida. La muerte, pues, si tiene un sentido: oculta
algo que es necesario descifrar. Oculta el misterio del Otro: del que da testimonio
de que el mundo, como dice Cernuda, "no es una feria demente ni un carnaval
estúpido".
Así pues, la "indiferencia por la muerte" del mexicano es una
invención de la cultura moderna. Tiene, por tanto, una existencia y una historia
en los espacios de la mitología y del simbolismo de la sociedad contemporánea.
La confluencia de la zozobra del miserable con el desdén señorial por la vida
de los desposeídos y con la angustia existencial de las clases cultas produce
una forma peculiar de contemplar la muerte; en este sentido, el desprecio por
la muerte es un mito que encarna en la cultura mexicana y que llega a influir
en el comportamiento cotidiano de algunos individuos incluso, bajo ciertas circunstancias,
de grandes sectores de la población.
Toda cultura, ante la inevitabilidad de la muerte individual, necesita crear rituales y símbolos que permitan que los muertos comiencen a morir en nosotros, como pensó Croce, para no correr el riesgo de morir con ellos. En torno a esta idea Ernesto de Martino realizó una excelente investigación antropológica sobre el llanto ritual, la crisis de la congoja en la sociedad moderna y las raíces históricas del lamento fúnebre artificial. Ante la certeza de la inexorabiliadad de la muerte, el hombre —tanto el "primitivo" como el "moderno"— necesita proteger su equilibrio, para lo cual desarrolla diversas formas de control ritual del sufrimiento: el desdén del mexicano por la muerte forma parte de un rito colectivo que le da sentido a la vida. Desde esta perspectiva, no es cierto que le desprecio a la muerte signifique una indiferencia hacia la vida.
Toda cultura, ante la inevitabilidad de la muerte individual, necesita crear rituales y símbolos que permitan que los muertos comiencen a morir en nosotros, como pensó Croce, para no correr el riesgo de morir con ellos. En torno a esta idea Ernesto de Martino realizó una excelente investigación antropológica sobre el llanto ritual, la crisis de la congoja en la sociedad moderna y las raíces históricas del lamento fúnebre artificial. Ante la certeza de la inexorabiliadad de la muerte, el hombre —tanto el "primitivo" como el "moderno"— necesita proteger su equilibrio, para lo cual desarrolla diversas formas de control ritual del sufrimiento: el desdén del mexicano por la muerte forma parte de un rito colectivo que le da sentido a la vida. Desde esta perspectiva, no es cierto que le desprecio a la muerte signifique una indiferencia hacia la vida.
Este rito no es un conjunto de sobrevivencias antiguas y ceremonias
primitivas: tiene el mismo estatuto que la forma peculiar en que se rinde culto
a los muertos en Estados Unidos, tal como se expresa —por ejemplo— en la complicada
simbología ritual del Memorial Day, que tiene una gran importancia en
la cultura política norteamericana. Pero aquí la angustia ante la muerte se
mezcla con el orgullo anglosajón en vistosas paradas militares, solemnes servicios
religiosos, plegarias patrióticas en honor a los sagrados muertos —comenzando
por Lincoln— y espejeo de medallas y condecoraciones entre las tumbas de los
héroes.
En la cultura mexicana moderna el miedo a la muerte —que se traduce
en fatalismo, desprecio y búsqueda— también tiende a gestar una dimensión heroica.
El perfil de la "muerte mexicana" no podría ocupar un lugar estable en nuestra
sociedad si solamente fuese la mezcla de conciencia desdichada, desapego a la
vida y nostalgia; esta peculiar mezcla permite mantener tensas las virtudes
heroicas de nuestra cultura, para decirlo con la imagen de Marguerite Yourcenar:
es decir, permite dibujar el contorno de un personaje heroico, que a pesar del
heroico y la tristeza es capaz de elevar su actuación a un nivel épico, a un
mundo bravo en el que las horribles miserias y melancolías son trascendidas
mediante un orgulloso desprecio a la muerte. Así surge el héroe mexicano prototípico,
que juguetea con la muerte y se ríe de ella: es sin duda, como ha afirmado un
antropólogo que ha estudiado el culto a la muerte en el sur de México, una creación
intelectual emanada de la mística revolucionaria de los años veinte, cuando
los sentimientos nacionalistas produjeron, por ejemplo, el "descubrimiento"
de las calaveras de José Guadalupe Posada, que fueron elevadas por Diego Rivera
a la categoría de mito nacional.
Y de esta manera, a los mexicanos sumergidos en la amargura la
cultura nacional les propone el único gesto heroico posible: morir fácilmente,
como sólo los miserables saben hacerlo.
Del libro La jaula de la melancolía.
Leído en http://www.letrasperdidas.galeon.com/consagrados/c_bartra01.htm
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Por favor, sean civilizados.