viernes, 4 de marzo de 2016

Jorge Zepeda Patterson - Maradona y el Oscar

Un balneario spa en Suiza acoge a algunas de las mayores celebridades del mundo: la actual Miss Universo, un cineasta motivo de culto, el director de orquesta sinfónica más connotado, divos del cine y de la música, multimillonarios dueños del universo. Pero todos, sin excepción, guardan silencio reverente cuando entra en el comedor o sale de la piscina un hombre bajito con barriga de acorazado y pinta de narco: Maradona. Se trata de una escena de la película Youth (con Michael Caine, un film que mereció premios en Cannes y una nominación en los recientes Oscar). Puede ser una historia de Hollywood, pero la moraleja es contundente: entre las celebridades llegadas de todo el orbe hay una muy por encima de las demás, un argentino.










Una sensación similar deja la última entrega de los Oscar. Por tercera vez consecutiva un mexicano se lleva el galardón al mejor director de cine del año. Desde luego se trata de una distinción subjetiva, abierta a disputas, pero algo revela la improbabilidad estadística de que las películas de Alfonso Cuarón y González Iñárritu sigan ganando entre los cientos de filmes que se producen cada año. O que sean latinoamericanos las cuatro grandes estrellas de todos los tiempos de un deporte inventado por los ingleses y practicado masivamente en todo el mundo: Di Stéfano, Pelé, Maradona y Messi.

No se trata de invocar un prejuicio racial inverso o apelar a un nacionalismo barato. Pero sí de poner el tema de los latinos en otra perspectiva frente al fenómeno Donald Trump (y para el caso podrían ser el de los árabes o los afroamericanos). El problema, se ha dicho una y otra vez, no es que este empresario ignorante y fanfarrón haya hecho una campaña electoral a base de descalificaciones, prejuicios y falsedades; después de todo lunáticos engreídos existen en todas las sociedades. El drama es que millones de votantes estadounidenses estén dispuesto a convertirlo en líder de la nación más poderosa del mundo.

Hoy quedan pocas dudas de que Trump conquistará la candidatura del Partido Republicano. Algunos analistas políticos consideran que no es una mala noticia porque eso asegurará un triunfo del Partido Demócrata en las elecciones de noviembre. Quizá. Pero justamente algo parecido dijimos de la contienda interna entre los republicanos. Todos asumimos que en algún momento los candidatos profesionales se impondrían al bufón, pero este no hizo sino crecer en fuerza y popularidad. Nada asegura que algo igualmente “absurdo” no vaya a suceder en la contienda abierta. Hillary Clinton se impondría sobre Trump con un margen de ocho a 10 puntos según las últimas encuestas; una distancia confortable pero no inmune a la posibilidad de un escándalo de último momento o algún imponderable de cualquier otra índole. Las peores tragedias en la vida suceden así, por una concatenación improbable de pequeños detalles.

Pero incluso si se frustra el arribo de este lunático a la Casa Blanca, el daño está hecho. ¿Cómo es posible que tantos millones de ciudadanos estén dispuestos a votar por un hombre que hace del odio y del desprecio una estrategia de gobierno? ¿Cómo explicar a una sociedad capaz de reconocer el talento y los aportes de los que vienen de afuera con este masivo impulso a cerrarse en la sinrazón y la ignorancia?

Resulta fácil culpar a los contingentes de la llamada white trash (la población blanca rural del sur y sin educación), pero nadie puede ignorar que muchos simpatizantes de Trump son ciudadanos decentes, jóvenes urbanos e incluso universitarios. Algo está roto en esta sociedad que, en muchos aspectos, y no sólo tecnológicos o de cultura pop, suele anticipar los cambios en el resto del planeta. Más allá de Trump, que tarde o temprano se eclipsará, algo profundo y siniestro está pasando y apenas intuimos qué. Y no es menor ni pasajero.

@jorgezepedap



Leído en http://internacional.elpais.com/internacional/2016/03/02/mexico/1456957537_441638.html



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