Los Juegos Panamericanos de Guadalajara ayudarán en la dura faena de erradicar la idea de que México está mal dotado para la organización y el éxito.
Guadalajara fue exactitud, sencillez, pulcritud, seguridad, clase. Tuvo capacidad de contagio y creó una ilusión. Qué gusto.
Y no importa quién quiera colgarse la medalla: el gobierno federal, el de Jalisco, los empresarios, los directivos del deporte, todos ellos o quienes sean, porque ganó el juego y los intereses estuvieron lejos de aplastar la emoción, la pasión.
Se dirá que son sólo unos Juegos Panamericanos, pero qué sentimiento tan distinto ha quedado si se lo compara con el que se tenía hace un año tras los onerosos y desafinados festejos del Bicentenario de la Independencia.
Por estos días de atletas leí una entrevista a la fascinante escritora argentina Ana María Shua. Era sobre las minificciones de su más reciente libro, que gira en torno del circo. Decía que el espectador quiere ver en verdad qué sucede cuando la pantera se harta de hacerle caso al domador o cuando el equilibrista se parte el cuello: la posibilidad de la tragedia, del ridículo, del fracaso.
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