A tres días del último año de su gobierno don Felipe Calderón empieza a decir adiós.
Tres miembros de tres distintas corrientes políticas dicen hola como quien llega con ganas de quedarse y presentan sus avales para garantizar la renta de Los Pinos los próximos seis años.
El que se va, como suele ocurrir al final de cada sexenio, da las primeras señales del síndrome de la despedida, entre ellas, la de intentar que quien lo suceda crea debérsela a él y actúe como deudor agradecido. Para eso ha impulsado dentro de su partido a un ejemplo de esa cuatecracia característica de un sistema de nombrar colaboradores que privilegia el cuatachismo a la capacidad. No obstante su apoyo, o tal vez por eso, su favorito está a la cola de los posibles.
Una mujer encabeza los precandidatos panistas.
Es la invitada incómoda y ocupa la cabecera en un banquete donde nadie la esperaba: doña Josefina Vázquez Mota, con cierto estilo de empresaria privada, vendedora de líquidos como Fox, aunque ella comercia con pintores de brocha gorda mientras don Vicente lo hacía con bebedores de cubas libres, productora al fin y al cabo de mezclas que, según parece, son entrenamiento moderno de políticos exitosos. Algo más que el secreto de embadurnar paredes ha de saber la señora para llegar a Los Pinos que requieren urgentemente una manita general de barniz, de esmalte o de lo que sea, pero ya. La adorna una carencia de demagogia que la distingue de sus colegas actuales, debida, tal vez, a su experiencia mercantil. Y aspira a ser la primera mujer que gobierne México “…por tener las mejores propuestas”.
Más precisión en la perspectiva nos llevaría de la acuarela al muralismo que México espera.
En nada le ayuda a Enrique Peña Nieto la cargada que sufrió (¿disfrutó?) el miércoles en la Casa del Lago donde los viejos rostros, costumbres y ritos del PRI reaparecieron en todo su esplendor y lo rodearon de melcocha y fórmulas que parecían superadas.
Si su carisma le ha dado la delantera indiscutida dentro del PRI en su camino a la candidatura, llega la hora de demostrar qué le debe a la televisión y qué a su madurez en el oficio. Dentro de tres semanas, cuando empiecen oficialmente las campañas, deberá concretar su programa, aterrizar frases ambiguas y en cuanto a sus promesas explicar cómo las convertirá en realidades.
Pocas veces en la historia un aspirante a una candidatura llega con tanto apoyo a la trinchera del voto. Debe confiar menos en su popularidad y más en la inteligencia de los ciudadanos y la desconfianza popular alentada por malos recuerdos. Tiene en su favor todo lo bueno del mecanismo electoral de su partido y todo lo malo de los ejemplos de corrupción, despilfarro y torpeza de los que debe distanciarse antes de cargar con ellos. Menos es más, dijo el arquitecto. Más valen pocos que muchos de los peregrinos llegados ayer a ungirlo y elevarlo a los altares, digo yo.
Andrés Manuel López Obrador es caso aparte. Luchador incansable contra la corriente, ha recorrido pueblo por pueblo estrechando manos, escuchando quejas, sellando compromisos. Hace un mes, cuando se anunció que sería candidato con el apoyo oportuno, elegante y acertado de Marcelo Ebrard, me agradeció la apertura permanente de mi programa de radio, cuando “un cerco me cerró todas las puertas”. Se quejó de la televisión, pero unas horas después, ante las cámaras, su tono dulcificado terminó con entrega de melodía arrabalera: “…y en la primer cita la paica Rita me dio su amor”. Pasó de la indignación a la indulgencia como quien acepta no pelearse con la cocinera. Pero usted es el máximo caudillo de la izquierda y representa a la única oposición política estructurada en México. Me hubiera gustado que en la catedral repitiera lo dicho en mi humilde parroquia y no modificara una postura digna de respeto. Se hubiera ganado un aplauso nacional por su entereza, porque ya está dicho: el que es buen gallo dondequiera canta.
Así estamos al tocarle las golondrinas a don a Felipe y disponernos a que uno de los tres nos convenza. Nada está escrito y mejores volteretas he visto en mi vida. Aunque no parezca, los tres empiezan de cero y ningún error será mayor que un exceso de vanidad.
Un último deseo: que el presidente Felipe Calderón mantenga las manos fuera del proceso electoral. Nada causaría más daño a México en esta etapa todavía titubeante de su camino democrático que un paso en falso y así se podría llamar cualquier intento de torcer la voluntad popular.
Sabe, al cumplir cinco años en la Presidencia, que los tres finalistas están definidos. Su última asignatura es hacerse insospechable en un final turbulento, tal vez amargo. Irse en paz.
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