Pero, ¿de qué temor hablaba Maquiavelo? De ninguna manera reivindicaba el temor al poder desmedido caprichoso y arbitrario de un déspota porque ese abuso conduciría tarde o temprano al odio de la gente. Maquiavelo pensaba en el temor al poder firme y bien medido del Estado. Temor que se desprendería después de la figura del príncipe para alojarse en instituciones, en una entidad impersonal que habla con reglas que se sujeta a normas comunes. La modernidad que se insinúa desde entonces aspira a la transmutación de ese miedo: temer al Estado es ganar confianza en sus instituciones, en esos órganos del poder público que aplican castigos en nombre de todos. La ley no es la caricia de los gobernantes. Nuestros impuestos no son besos al fisco. El líder político no es nuestro padre cariñoso y protector al que debemos lealtad de hijos fieles. El Estado no es nuestro amante. Por favor: dejemos al amor en su sitio.
Una de las virtudes fundamentales de la democracia, ha dicho el filósofo catalán Xavier Rubert de Ventós es precisamente que mantiene el divorcio entre la relación institucional y la relación personal. El caudillismo reenciende la llama emotiva de la política: pretende activar de nuevo la lealtad afectiva y restituir ese vínculo emocional que, como el amor, no acepta prohibiciones. Se habla así del matrimonio de la Nación y su conductor. Frente a esa funesta ilusión, la democracia acepta su frialdad: separa afecto y ley. En su Ética sin atributos (Anagrama, 1997) Rubert de Ventós defiende esa ruptura esencial. Su manifiesto exige el desamor para la política. Para que una República funcione, lo público debe mantenerse a salvo de los sentimientos. Bajo la democracia, el vínculo entre Gobierno y sociedad es el de la representación electoral. Sólo se entiende como un encargo, nunca como una devoción. Reconocer al poder político, respaldarlo incluso, no implica adorarlo. Y reconocerse parte de una sociedad, no supone el ignorar diferencias o abdicar a los antagonismos bajo el discurso de la fraternidad patriótica. El conflicto, el desacuerdo, las antipatías y aversiones son parte vital de una sociedad vital. Sólo el conservadurismo más terco podría condenar esas tensiones y emociones sociales como traiciones a los deberes del amor.
Efectivamente, la cuna de ese sentimentalismo que busca restituir la base emocional de la política es abiertamente conservadora. Pero los conservadores lo han hecho tradicionalmente a partir de un afecto quizá más constante y menos subversivo que el amor: la amistad. La República ideal se concibe como una República de amigos. Ése es, en efecto, el modelo de la política conservadora: una política de amistad, encariñada con todo lo existente, una política apegada a las tradiciones y respetuosa de las herencias. Una política que no se pelea con nadie porque a todos ama por igual. Una política tan afable con los débiles como con los poderosos. La política de la amistad es aquella que está atenta a todos pero no quiere cambiar nada porque hacerlo sería un acto de hostilidad contra algunos. Por ello esta política beatífica es la divisa básica del conservadurismo: conversar con las circunstancias, no pelear nunca con nadie para cambiar la realidad.
La democracia no es la alcoba de los amorosos ni un callejón de odio. En democracia hay lugar para el acuerdo pero también hay sitio para el conflicto. Es un espacio común que permite la expresión de las discrepancias y el descubrimiento de las coincidencias. No es la conquista amorosa de lo público, sino muralla que separa lo íntimo de lo político.
Leído en http://www.am.com.mx/Columna.aspx?ID=17408 y Reforma
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