Finalmente ocurrió. En el último día de sesiones del periodo ordinario, rematando un incumplimiento constitucional de más de un año, ante la impaciencia de muchos y en vísperas del inicio de las precampañas presidenciales, la Cámara de Diputados procedió a la designación de los tres integrantes del Consejo General del IFE. Buenas nominaciones: tres profesionistas de excelencia, con indiscutibles credenciales de capacidad, congruencia y solvencia ética. Sergio García Ramírez, María Marván y Lorenzo Córdova se ajustan al perfil deseable del Consejo General. Para el IFE, los nombramientos representan terreno bien ganado en legalidad y en autonomía.
Desde su origen, una de las mayores debilidades del Consejo General ha sido el déficit de rigor jurídico en sus decisiones. Una carencia propiciada por el perfil profesional de sus integrantes, que se ha hecho patente en todos los consejos y que ha alentado la tradición de enmienda de un Tribunal Electoral inmerso, a su vez, en un complicado contexto de criterios y posturas variables acerca de temas importantes. Con todo, el IFE ha estado ayuno del rigor legal que supone un órgano de su relevancia.
La autonomía del órgano electoral es uno de los principales logros de la reforma electoral de 1996. La evolución no ha sido fácil ni ascendente. A finales de 2005, en la Cámara de Diputados surgió un proyecto que revelaba el interés de los sectores más retrógrados para subordinar a los consejeros. El documento planteaba determinar la responsabilidad patrimonial en lo personal de los consejos por las sanciones económicas a los partidos revocadas por el tribunal. Se proponía una contraloría cuyo resultado inexorable era la subordinación administrativa del consejo y sus integrantes ante un contralor designado por los partidos en la Cámara de Diputados. Por fortuna, el proyecto no prosperó. Por infortunio, algo de eso se reprodujo en la reforma electoral de 2007 por cuenta de aquellos mismos diputados convertidos ya en senadores.
Entre los aspectos más perniciosos de la reforma de 2007 destacó la pretensión de evitar que el IFE y el Tribunal Electoral sometieran a los partidos a la legalidad democrática, bajo el falso supuesto de que son organizaciones que deben regularse por acuerdo de sus miembros. Temas tan fundamentales como la vida democrática fueron considerados asuntos internos de los partidos. Asimismo, la oportunidad de contar con un régimen moderno, eficaz y transparente de rendición de cuentas sobre el origen y gasto partidario no fue objeto de legislación. Los partidos se mantienen al margen de la legalidad democrática, y la involución que todos ellos han padecido en los años recientes es la secuela más evidente de ello.
Los partidos son, por antonomasia, la escuela de la democracia, pero, por ahora, están cerrados para los ciudadanos que desean incursionar en la política pese al demeritado ejercicio del derecho a ser votado. Los partidos tienen virtualmente el monopolio de la representación política, son financiados de manera sustanciosa por la sociedad, tienen acceso exclusivo a radio y tv, y son los actores centrales del proceso electoral, tanto en la postulación de candidatos como en la representación ante los órganos electorales y en el ejercicio de las prerrogativas. Por si fuera poco, el Congreso se organiza en función de los partidos. Todo ello supondría un régimen de responsabilidades que, sin embargo, no ha sido definido en la ley. El resultado es el desencuentro entre lo ideal y lo real de la democracia mexicana.
El modelo comunicacional vigente ha sido otro de los problemas. El dilema entre equidad y libertades políticas se solventó sacrificando las segundas en aras de la primera, cuando debió requerir un esfuerzo de conciliación entre estos dos grandes principios de la democracia. El resultado ha sido lamentable. Quizás se han logrado corregir algunos de los excesos preexistentes que mucho lastimaron la legitimidad de la elección presidencial de 2006, pero ahora la simulación es generalizada: los medios han adquirido mayor relieve a través de la publicidad encubierta, los informes de legisladores se han convertido en una lamentable y reiterada táctica para hacer campañas vergonzantes y vergonzosas; la soberanía de los estados ha sido lastimada con la regulación de temas que constitucionalmente les son propios como la publicidad personalizada. El espotismo se ha vuelto una forma grosera de tergiversar tanto el debate como la comunicación política. La continua confrontación de la industria de la radio y tv con el IFE mina la autoridad del órgano electoral. En breve, el modelo comunicacional, tan celebrado por sus promotores y por algunos de los integrantes del Consejo General del IFE, se ha confirmado como uno de los mayores fracasos de la reforma electoral. Incluso, ahora se pretende el control editorial de la opinión libre en radio y tv, increíble en el siglo XXI, pero así es. Por ello no es aceptable que se descalifique a quienes rechazamos parte de la reforma de 2007 con el argumento de que nuestra discrepancia constituye una respuesta de los intereses económicos lastimados por el cambio.
Los mayores riesgos de la elección de 2012 derivan del ambiente de violencia y de una posible intervención del crimen organizado a través del financiamiento ilegal o de la intimidación de candidatos (ni al IFE ni a los partidos corresponde resolverlo, sino a las autoridades federales). Sin embargo, grave es también el riesgo de la polarización y de la parcialidad de las autoridades de los tres órdenes de gobierno. La elección de 2006 fue un mal precedente. El IFE debe asegurar la imparcialidad, al igual que la Fepade, cuyo desempeño ha sido poco relevante. La concertación de partidos, medios de comunicación, autoridades y candidatos presidenciales en torno a un gran acuerdo nacional, para la legalidad y la imparcialidad, es un paso en la dirección correcta.
Las cualidades de los consejeros designados honran la ya no tan joven historia del IFE. Por el interés de todos, es imprescindible avanzar hacia elecciones de calidad que acrecienten la confianza del ciudadano en el valor de su voto, en el poder de su voluntad para hacer realidad el principio republicano del sustento popular en toda forma de autoridad.
Postergados, dilatados… pero acertados nombramientos.
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