Jorge Castañeda |
La discusión es sencilla, y la disyuntiva se antoja meridiana: según algunos —una mayoría de los comentaristas, y una minoría de los votantes— un triunfo del PRI constituiría una restauración autoritaria, corrupta, nacionalista y desacreditada; ¿será Peña Nieto un Luis XVIII más joven y delgado que el de 1815, que, junto con sus amigos y colaboradores de la Corte borbona, “n’a rien appris, ni rien oublié”? O, de acuerdo con otros, más allá de las personas y sus atributos, talento y debilidades, el regreso del PRI a Los Pinos equivaldría más bien al funcionamiento normal de la alternancia en democracia, incluso en una democracia imperfecta, incipiente y precaria como la mexicana.
Viniendo de alguien que dedicó buena parte de su vida a procurar el fin de la dominación priísta, puede parecer paradójica mi respuesta: la posible victoria de Peña Nieto el 1 de julio no es una restauración, ni debe ser motivo de miedo o preocupación para los mexicanos. No es el resultado deseado por mí, pero tampoco es el fin del mundo. Por supuesto que hubiera preferido otra cosa: el triunfo de un candidato independiente; de un social-demócrata moderno, globalizado y democrático, o incluso de un aspirante del PAN que defendiera lo bueno de los sexenios de Fox y de Calderón, y rompiera con lo malo . Pero no me espanta la alternativa.
En primer lugar, Peña Nieto sería el primer presidente del PRI en la historia electo por el sufragio universal, no por el “dedo” de su predecesor. Aún Ernesto Zedillo, el último presidente priísta, que arribó a la primera magistratura hace 18 años, reconoció tiempo después de su llegada al poder que su elección fue limpia, pero no equitativa. E igual, fue nombrado candidato por Salinas de Gortari, en lugar de ser producto de un proceso interno de un tipo o de otro.
En segundo lugar, México no es el mismo: el contexto es distinto al que prevalecía en 1994. Cualquier candidato que gane enfrentará los mismos contrapesos, obstáculos y retos que Fox y Calderón: carecerá de mayoría en por lo menos una cámara legislativa; salvo López Obrador, del PRD de izquierda, tendrá frente a sí en el Distrito Federal al segundo personaje electo más poderoso del país del PRD, con el segundo o tercer presupuesto de México; si es Peña Nieto, la tercera parte de los gobernadores provendrán de partidos distintos al suyo, y casi seguramente obtendrá menos del 50% de los votos.
Aunque su calidad deje en ocasiones mucho que desear, los medios de comunicación mexicanos son más libres y poderosos que nunca.
Sobre todo, el nuevo mandatario deberá convivir con una importante cantidad de entes que el país ha construido en estos años, y que no conforman simples cajas de resonancia para las instrucciones de Los Pinos. La primera, y la más importante, es la Suprema Corte de Justicia. La segunda es el Instituto Federal Electoral, que a pesar de sus altos y bajos recurrentes, le imprime un sello de legitimidad a cada elección federal en México. El Banco de México fue dotado de plena independencia desde 1993, y constituye una garantía parcial de prudencia macroeconómica, por lo menos en lo que corresponde al ámbito monetario. El Instituto Federal de Acceso a la Información, autónomo también, es fuente de transparencia y de jaquecas para todos los poderes en México. Ni Peña Nieto ni nadie podrá domar a estas burocracias, suponiendo que deseara hacerlo.
El contexto externo también ha cambiado. México se halla inmerso en una maraña de acuerdos de libre comercio, con cláusulas contra la corrupción, democráticas y de respeto a los derechos humanos, laborales, ambientales, de género, indígenas, etc, que no pueden ser desconocidos o menospreciados por capricho. Hay que escoger: o hemos construido una democracia representativa o la victoria del PRI es intolerable.
Quizás habrá priístas que sigan intentando robar; habrá también, como bajo Fox y Calderón, muchos vigilantes que los desnuden. Peña Nieto cumplía apenas dos años de edad cuando sucedió la masacre de Tlatelolco, perpetrada por los expresidentes priístas Díaz Ordaz y Echeverría. Tenía 16 cuando López Portillo nacionalizó la banca en 1982; 22 al momento del fraude electoral de 1988 a favor de Salinas; y 28 años en el fatídico 1994, cuando se alzaron los zapatistas, fue asesinado Luis Donaldo Colosio, y el país sufrió, a finales de año, su peor crisis económica y financiera.
Pero hay que escoger: o los mexicanos hemos construido una democracia funcional, en cuyo caso la alternancia que resuelvan los electores, no la comentocracia, es tan válida y legítima como cualquier otra; o la victoria de los derrotados del 2000 es intolerable, y entonces la democracia que tenemos es inútil. México ha sobrevivido a desgracias; sobrevivirá al regreso del PRI, y en una de esas, hasta prosperará con la elección —esta sí de verdad— de Peña Nieto.
Leído en: http://www.vanguardia.com.mx/lasimplicacionesdeunavictoriadelpri-1314255-columna.html
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