domingo, 1 de julio de 2012

Alejandro Rosas- Un poco de historia: La joven democracia mexicana



Bajo la célebre máxima de “el que pega primero pega dos veces”, los representantes de los partidos que llegaban primero a la casilla el día de la elección presidencial, tomaban su control. Desde luego, los miembros del partido oficial se encargaban de madrugar, para madrugar a la oposición.
La institucionalización de la revolución en la forma de partido político (1929) no contempló la instauración de un régimen democrático a pesar de estar señalado en la Constitución. La democracia sólo fue parte del discurso y de la retórica política, y el sistema se encargó de construir una democracia simulada, donde el propio gobierno era juez y parte de las elecciones. Si entre 1910 y 1929, las elecciones estuvieron manchadas por el fantasma de la violencia armada, a partir de 1934 comenzó la sofisticación y sistematización del fraude electoral, con el cual, invariablemente, el partido oficial obtenía “carro completo”.
Si algo tuvieron los operadores políticos del partido oficial fue una imaginación sin límites para realizar los fraudes electorales. Del robo de urnas con ametralladoras Thompson en mano –como lo describe el cacique potosino Gonzalo N. Santos en sus Memorias-a la urna embarazada –la cual era retacada de boletas antes de iniciar la jornada electoral;  de la intervención de la fuerza pública para amedrentar a la oposición, al carrusel o el ratón loco –seudociudadanos eran llevados a votar en todas las casillas posibles-; del padrón inflado en el que hasta los muertos votaban al conteo doble; de la sustitución de identidad de los electores a la compra de votos o la coacción; de la alteración de actas a la manipulación de los sistemas de cómputo; de la violación de los topes de campaña a la utilización de recursos públicos para favorecer a un candidato.
Así, la sofisticación del fraude permitió transitar pasar de las jornadas violentas a la pacífica simulación. En 1940, el candidato oficial Ávila Camacho le ganó al opositor Juan Andrew Almazán, en unas sangrientas elecciones; en 1946, la maquinaria del estado se movilizó a favor de Alemán para derrotar a Ezequiel Padilla y en 1952, la designación de Ruiz Cortines como candidato, provocó un cisma al interior del partido, lo que significó la salida del general Miguel Henríquez Guzmán para lanzar su candidatura apoyado por la Federación de Partidos del Pueblo Mexicano.
De 1958 a 1982, no hubo problemas en las elecciones debido a que el fraude se volvió parte del sistema. En 1988, la caída del sistema de Bartlett puso al país de cabeza; los asesinatos políticos de 1994, empañaron el proceso electoral de ese año y a la postre provocaron una terrible crisis económica; la oposición denunció falta de equidad en la contienda pues el partido oficial se benefició con mucho mayor tiempo en los medios de comunicación para su candidato.
Con un régimen que actuó como juez y parte la expectación generada al aproximarse una nueva sucesión presidencial no recaía en saber quién ganaría la elección, que de antemano estaba definida para el candidato oficial, sino en el tipo de fraude que se emplearía para garantizar su triunfo.
Sexenio tras sexenio, el ejercicio libre y pleno del sufragio fue violentado y el voto a favor de la oposición perdió su valor. Los cargos de elección popular dependían de la voluntad presidencial, de los gobernadores, de los líderes charros pero no del voto. El antiguo régimen fue incluso capaz de cometer fraude contra sus propios candidatos.
La democracia no tenía significado para la “familia revolucionaria” –era simple y llana retórica-; los miembros del partido oficial consideraban el poder como su propiedad; una propiedad que merecían por haber sido los vencedores de la Revolución. La democracia, los derechos políticos, la libertad del sufragio, eran términos que relacionaban con las oscuras fuerzas de la reacción.
En 1946, en el trigésimo sexto aniversario de la Revolución Mexicana, Alejandro Gómez Maganda, diputado del PRI, señaló en la tribuna del Congreso: “El sufragio efectivo es impracticable en México, porque el poder está en poder de las fuerzas reaccionarias y sería inconcebible y absurdo que la Revolución, por tonto sentido de honrada generosidad, dijera a la reacción: ‘Toma el sufragio efectivo, que para eso lo gané, tómalo y derrúmbame en las urnas electorales’.
Con todo cinismo, los diputados hablaban abiertamente de los instrumentos de control social para favorecer al partido en los procesos electorales. La creación de sectores dentro del PRI no tenía como fin la unión para la defensa de los intereses gremiales, sino la construcción de un entramado de control que garantizara el voto corporativo de los obreros, los campesinos y la burocracia, a cambio de concesiones y prebendas otorgadas a los líderes gremiales, en la forma de curules, presidencias municipales o negocios al amparo del poder.
Durante el siglo XX, México no vivió bajo un régimen democrático –como está estipulado en el artículo 40 de la Constitución de 1917-; el sistema político surgido de la revolución levantó el andamiaje de la simulación para construir una ficción democrática. El sistema hizo de la política una mentira y de la simulación un arte.
“Pero la mentira es una realidad política fundamental –escribió Gabriel  Zaid-. Las democracias simuladas no gobiernan por la simple fuerza bruta, sino por la trampa: apoderándose de la verdad. Los ciudadanos están a merced de las autoridades, en primer lugar, porque no pueden demostrarles nada. Hay toda una industria de la verdad oficial: triunfos electorales, leyes, noticias, libros de texto, sentencias judiciales, adhesiones, desfiles, celebraciones, manifiestos. El crecimiento del estado y la corrupción son casi efectos derivados: adueñarse de la verdad facilita adueñarse de todo lo demás”.
Una vez que el país comenzó a navegar por las aguas de la estabilidad política a partir de la década de los treinta, todos los procesos electorales se realizaron de acuerdo con las fechas previstas; se montaban las casillas, había representantes incluso de la oposición –que no pocas veces fueron acosados en las jornadas electorales-, la gente votaba, se calificaban las elecciones, se tomaban las protestas de los candidatos ganadores. Pero detrás del gran montaje, del escenario de la simulación se encontraba la maquinaria electoral al servicio del partido oficial.
Cada elección ganada por el PRI desde los dominios de la alquimia electoral abatía el ánimo ciudadano, sin dolor, sin sobresaltos, lentamente y de manera casi imperceptible, tan sutilmente que al paso de los años estaba casi exterminado.
La trampa como ejercicio cotidiano; la trampa como sistema… la trampa se enquistó en la cultura política y permeó a la sociedad que ante la simulación democrática pronto olvidó el significado de la frase que la retórica oficial pronunciaba en cada aniversario luctuoso de Madero o que invariablemente aparecía al calce de los documentos oficiales: “Sufragio efectivo-No reelección”.

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