Rafael Loret de Mola |
Para cualquiera que conozca, de cerca, la situación nacional, la aparición del terrorismo no es sorpresiva. Se esperaba. De hecho, luego de los atentados a las Torres Gemelas de Nueva York, hace ya más de una década, la posibilidad creció y nos fuimos salvando como si tal acontecimiento no hubiera afectado nuestro entorno. Los talibanes prefirieron apuntar hacia Madrid en donde, en marzo de 2004, colapsaron la estación ferroviaria de Atocha.
Desde entonces nos hemos peguntado si la estrategia de los terroristas del Islam no ha sido la de dejar abiertas sus rutas por México, hacia los Estados Unidos, evitando llamar la atención sobre el vulnerable territorio mexicano. No obstante, el recrudecimiento de la violencia, los reacomodos entre “cárteles” y la debilidad manifiesta de un gobierno bajo presión, acotado política y operativamente, modificaron el escenario y acaso igualmente la perspectiva de quienes se creen con derecho, como en Morelia, a disponer de las vidas ajenas hasta por mero capricho. Los “zetas” detenidos como autores de la matanza del “día del Grito” lo confirman.
No es, pues, una casualidad ni consecuencia de factores externos. El flagelo del terrorismo no conoce fronteras ni tienen patente de exclusividad sobre los territorios afectados severamente por sus acciones. Después de septiembre de 2001 fue evidente que ni la mayor potencia, militar y económica, de todos los tiempos podía escapar de la acción criminal de los extremistas fanáticos dispuestos a cobrarse muy caro cuanto dicen haber sufrido, aunque en esto, desde luego, se abre un abanico de intenciones.
Porque, desde luego, los hilos conductores entre grupos como Al Qaeda y el ETA vasco, digamos los dos frentes terroristas más conocidos en el mundo por sus capacidades operativas, se reducen a la expresión del terror y la consiguiente siembras de muertes entre inocentes. Por lo demás, los fundamentalistas de Medio Oriente alegan cobrarse las afrentas infringidas por occidente hacia ellos –de lo cual existe un largo listado-, mientras los etarras promueven un nacionalismo descocado que inhibe las libertades en el territorio que reclaman como suyo.
Los primeros han sido acosados, aun cuando sus reacciones sean criminales y por tanto indefendibles, y los segundos mantienen una lucha sorda, exacerbando sus pasiones regionalistas, sin que puedan decirse representantes de toda la comunidad vasca. De hecho, la mayoría rechaza, en el llamado País Vasco, las convocatorias segregacionistas del llamado “lendakari”, quien guerrea ahora con el Supremo Tribunal español, tras considerar esta institución “inconstitucional” el pretendido referéndum promovido por la autoridad vasca con evidentes intenciones balcanizadoras.
Patxi López, claro, extiende las trampas y esconde las manos, esto es como si sólo fuera listo él y los demás tontos, pero nada dice del “infierno” –así descrito por quienes están en él- de cuantos no se suman a las tendencias independentistas y son repudiados, vulnerados, agredidos y, en muchos casos, asesinados, por el solo hecho de no coincidir con los violentos y sentirse españoles contra la oleada indignante de xenofobia absurda. Esto es como si los vascos que simpatizan con la secesión no fueran españoles. Mala cosa fue llamar “País Vasco” a la autonomía regional que surgió de las reformas democráticas con el propósito de zanjar los tremendos saldos negativos de la dictadura.
El terrorismo tiene, pues, distintas caras y muchos matices. Y el que ha aparecido en México es, para nuestro entender, el peor de todos. Sí, habíamos creído estar exentos del flageo y cuando se nos aparece se plantea como el más ponzoñoso y brutal. Lo es, sí, porque otros grupos, descocados si se quiere, asumen la vieja táctica de los guerrilleros –golpear y esconder la mano-, aduciendo propósitos nacionalistas basados en una compleja maraña de ideas bajo la ofuscación de los extremismos. Matan y se creen héroes de una causa que sólo ellos entienden pero, sin duda, no sólo proceden por el mero afán de asesinar. Este columnista, desde luego, repudia su accionar pero no puede soslayar el hecho de que, lo mismo talibanes y etarras, dicen defender posiciones históricas.
¿Y qué exaltan los narcoterroristas que se muestran ahora con sus rostros afectados por la perversidad? Sus vendettas no son sino para asegurar su preeminencia en el complejo escenario del tráfico de estupefacientes, ampliando coberturas y penetraciones a la estructura gubernamental, con una sociedad de rodillas ante el imperio del mal. No puede existir nada peor a esto: matar, sin ton ni son, para extender las redes del vicio, sin un gobierno capaz de atemperar el clima violento –aun cuando presuma por haber capturado a los autores materiales de los bombazos de Morelia-, porque teme enfrentarse a los grandes, verdaderos “padrinos” incluso incrustados dentro de los palenques políticos. Nos hemos cansado de decirlo y, sin embargo, quienes debieran actuar sencillamente se desmarcan y pretenden pasar la hoja con un simplismo desbordante.
Nos ha tocado, subrayo de nuevo, el peor de los escenarios. Sobre todo porque, por cuanto hemos visto hasta hoy, nuestro superior gobierno parece acotado ante quienes se reparten el territorio nacional como si ya fueran los vencedores de la guerra sorda entre los mafiosos desbordados y la clase gubernamental infiltrada. En medio estaos los demás, en estado de indefensión, acaso esperando un milagro que no llega.
Mirador
La descomposición es tal que, en cada entidad federativa, con alguna excepción, se señala a los gobernadores como enclaves intocables de “cárteles” y bandas multinacionales. Las oposiciones, en cada caso, promueven los linchamientos morales aun cuando no les sea factible aportar pruebas.
Confirmo que he recibido, en los últimos días, abundante correo electrónico que insiste en las remociones de los gobernadores de varias entidades, bajo alegatos de conexiones non santas aun cuando no puedan más que expresarse sospechas, sin pruebas concluyentes en la mayoría de los casos, motivadas incluso hasta por la rivalidad política. Pero sucede que aseveran que hay motivos para señalarlos –por ejemplo, en Tamaulipas-, a la vista de la contaminación de sus corporaciones policíacas o por las evidencias de sus acumuladas fortunas en muy poco espacio de tiempo. También hay quienes han hecho uso de la represión para intentar acallar las denuncias en su contra, confirmando con su reacción las hipótesis de fondo.
Estamos hablando de la tercera parte, o más, de los mandatarios en funciones. Porque algunos parecen salvarse, hasta hoy, de ser acorralados por la opinión pública como ha sucedido con quienes hemos citado líneas arriba. Por supuesto, tal me obliga, como profesional de la comunicación a dar seguimiento a cada asunto en busca de evidencias para extender acusaciones o vindicar a los señalados. De eso se trata, precisamente, la objetividad.
Por el momento, lo importante es insistir en que los temores colectivos por la ausencia de gobierno o porque éste sea sólo un furgón más del tren de los mafiosos, se van extendiendo a través de todo el país sin que, de modo alguno, se atempere la ansiedad general. Es tal la contaminación que, desde luego, toda sospecha debe tener cabida si bien con prudencia porque tampoco se trata de extender los linchamientos por efecto de las pasiones políticas malsanas.
¿No es momento de crear alguna instancia federal, con el consenso previo de los protagonistas, para posibilitar la realización de auditorías a los cuerpos de seguridad pública, no sólo administrativas sino también en cuanto a la operatividad, sin detenerse en la exacerbación de las soberanías estatales para impedir la demandada claridad? Tanto se habla de coordinación y se colectan aplausos fáciles con discursos repetitivos y nadie se atreve a dar el primero de los pasos sustantivos: sanear, a fondo, las estructuras infectadas evidentemente.
Por las Alcobas
El permanente desafío entre autoridades federales y estatales no es cosa nueva ni está marcado por las tendencias partidistas distintas. Digamos que se tocó fondo durante el malhadado régimen delamadridiano.
En esos tiempos despachaba Manuel Bartlett en el Palacio de Burcareli y un gobernador del Golfo, previa cita, llegó hasta la antesala de su despacho. Allí permaneció cerca de dos horas sin siquiera las cortesías elementales. Finalmente, cuando las puertas de la oficina del “ministro” se abrieron, el mandatario le saludó, cortés, y le dijo:
--Sólo esperé, señor secretario, para decirle que no volveré más por acá. No olvide que soy un gobernador legítimo, electo por sus coterráneos, y como tal representante de una entidad soberana. Y usted no tiene ningún derecho a no respetar mi tiempo que es también el tiempo de mis gobernados.
Bartlett, tartamudo, intentó forzar una sonrisa y se quedó mirando como el personaje aquel salía de su sede. Si hubiese más incidentes así, ya verían ustedes como cambiaban los prepotentes, los soberbios y cuantos se creen perdona-vidas.
E-MAIL: loretdemola.rafael@yahoo.com.mx
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