Arranca Caravana por la Paz en San Diego |
Javier Sicilia |
MÉXICO, D.F. (Proceso).- El primer memorial, recuerda Gérard Wajcman, fue obra de un poeta griego de los siglos VI y V AC, Simónides de Ceos. Una noche mientras cenaba con sus amigos, advertido por un daimon, salió apresuradamente justo antes de que un terremoto destruyera la casa en donde estaban reunidos. Todos sus amigos murieron. Simónides volvió entonces a aquellas ruinas donde los deudos se habían reunido y pudo reconocer y nombrar los cadáveres desfigurados porque, como maestro de la memoria, recordaba el lugar que cada uno ocupaba durante la cena y que pudo reconstruir por las huellas materiales, por los restos de los objetos que rodeaban a los muertos.
Para que haya memoria debe haber una catástrofe, una ruina y una voluntad de rememorar la vida que estuvo allí. Los memoriales son eso: la recuperación de la vida que yace sepultada bajo los escombros de las catástrofes naturales o de las catástrofes de los hombres. No es un simple recuerdo, es un trabajo largo de la memoria que nos devuelve, a través de una arqueología de los sucesos, los nombres de los que un día habitaron ese lugar en ruinas para honrarlos, llorarlos, reconciliarnos con ellos, con nosotros mismos y para que, es el caso de los memoriales que nacen de las catástrofes de las guerra, eso no vuelva a suceder jamás.
Desde que el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad comenzó a visibilizar a las víctimas de la guerra que Felipe Calderón desató contra el narcotráfico, se impuso esa voluntad de la memoria que el gobierno ha querido borrar. Por ello, en los Diálogos por la Paz que tuvimos con el Ejecutivo en el Alcázar del Castillo de Chapultepec se acordó construir un memorial en el centro simbólico de la catástrofe cuyas ruinas están en todo el país: el Bosque de Chapultepec –un sitio sagrado de la memoria del país–. Pese a eso, el gobierno no sólo no ha desarrollado un registro nacional de víctimas –cuántas ha habido, cómo se llamaban, en qué circunstancias murieron, de dónde venían– sino que además, en las mesas de diálogo que se establecieron para realizarlo, el gobierno y algunas organizaciones de víctimas decidieron, con una profunda ausencia de sensibilidad y de manera unilateral, sustituir el memorial por un monumento en una zona aledaña al Campo Marte, que debería inaugurar el presidente antes de dejar su mandato.
Un memorial, como lo muestra Simónides, es un sitio, en este caso simbólico y sagrado. Pero a partir del lugar, como lo muestra también el poeta griego, es necesario hacer un profundo y largo trabajo de memoria arqueológica en el que, semejante al de la Ley de Víctimas, deben intervenir muchas instituciones para luego abrir, a partir del lugar, la edificación del memorial a un concurso internacional y transparente.
Por el contrario, el monumento que pretenden construir el Ejecutivo y algunas organizaciones, y en el lugar que proponen, es un signo del borramiento de los otros. Los monumentos, a diferencia de los memoriales, suelen ser memorias patrimonialistas, glorificaciones de los hombres de poder que mandan erigirse a sí mismos. No es otra cosa lo que dice el proyecto ganador del arquitecto Ricardo López Martín: 15 muros de acero, con una laguna circular en medio. Esas placas –que el arquitecto no sabe siquiera qué contendrán (vaya manera de hacer un proyecto)– “funcionarán –dice el mismo arquitecto– como un espejo para que los visitantes se miren en ellos y recuerden que también se pueden convertir en víctimas”. Un monumento así, en un campo dedicado a Marte, el dios de la guerra y la devastación –signo distintivo del sexenio de Calderón–, lo que en realidad devela, en sus buenas intenciones, es el encierro de la guerra (las placas de acero), una fosa común embellecida por un lago y la amenaza al visitante (la función de ese espejo) de que esa guerra terminará quizá por sepultarlo también en esa fosa común y el olvido.
Al igual que la guerra borra hombres, mujeres, niños, un monumento así será su continuación: un sitio donde nadie podrá reconocer ni recordar a nadie. Cuando un poder, dice Wajcman, se erige en dueño de la vida y de la muerte de los otros, surge, al mismo tiempo, la voluntad de adueñarse de lo que conserva el recuerdo. Lo hacen los criminales al desmembrar o al disolver a la víctimas en ácido; lo ha hecho el Ejecutivo cuando las ha reducido a cifras que no vale la pena contar, a “bajas colaterales” o a 1% de inocentes a los que poco importa hacerles justicia; lo continuará también con un monumento que al igual que le guerra los borró de la lista de los vivos, los borrará de la lista de los muertos: una memoria que en el fondo nos dice que hay una guerra cuyas consecuencias son nimias; un acto en blanco, enteramente sin recuerdo, sin nombres y sin historias, pero espantosamente amenazante.
Pero nosotros, como Simónides, sabemos que algo terrible ocurrió y continúa ocurriendo, lo llevamos en nuestra carne grabado con el signo de las ruinas y del nombre de nuestros muertos, y buscaremos, contra el lugar del borramiento, el ejercicio y el sitio de la memoria sin los cuales este país será sólo el lugar de la barbarie y el olvido.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a todos los presos de la APPO, hacerle juicio político a Ulises Ruiz, cambiar la estrategia de seguridad y resarcir a las víctimas de la guerra de Calderón.
Leído en: http://www.proceso.com.mx/?p=317210
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