Al fin, la Suprema Corte de Justicia resolvió que los militares acusados de cometer un delito contra un civil —así como a los que se acuse de haberlo cometido con la participación de un civil— deberán ser juzgados por un tribunal ordinario y no por uno militar.
Antecedente cercano de esa resolución es la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el caso Radilla, uno de cuyos puntos resolutivos ordena al Estado mexicano reformar el artículo 57 del Código de Justicia Militar.
El artículo 13 de la Constitución mexicana circunscribe el fuero de guerra a “los delitos y faltas contra la disciplina militar”, pero el artículo 57 del Código de Justicia Militar dispone que son delitos contra la disciplina militar —por tanto, competencia de tribunales militares— los cometidos por militares “en los momentos de estar en servicio o con motivo de actos del mismo”.
Ese artículo 57 es claramente anticonstitucional pues resulta evidente que si un militar mata, lesiona, priva indebidamente de la libertad o viola a un particular, tales delitos nada tienen que ver con la disciplina castrense. La resolución de la Corte, que hará respetar la disposición de la ley suprema, ha sido celebrada con razón por especialistas y organizaciones civiles de derechos humanos.
Sin embargo, Ana Laura Magaloni ha escrito en Reforma que la jurisdicción ordinaria es tan frágil y manipulable que difícilmente puede garantizar un juicio imparcial y creíble para sancionar las conductas delictivas de los miembros de las fuerzas armadas. Sostiene que, dado que el Ejecutivo tiene a su servicio a la Procuraduría —ya que no es autónoma—, basta con que ésta reciba la instrucción de no investigar para que esas conductas queden en la completa impunidad. Tiene razón Ana Laura, pero le faltó advertir el otro lado del problema. Con las procuradurías que padecemos también existe el riesgo contrario: que, siguiendo instrucciones de su jefe, o por complacerlo o complacer a cierto sector de la opinión pública, el Procurador —o la Procuradora— enderece contra algún militar falsas acusaciones, esto es que ejerza acción penal sin pruebas o con pruebas adulteradas. Ese parece ser el caso del general Ángeles y coacusados.
La frecuente e indefendible práctica del Ministerio Público de consignar un expediente con la pura imputación inverosímil de un testigo protegido —con frecuencia un delincuente—, más la actitud sumisa de ciertos lamentables jueces ante el órgano de la acusación, allanan el camino a acusaciones sin sustento probatorio. De lo que se trata es de que los militares acusados de delitos contra civiles tengan un proceso imparcial, en el que por supuesto no se les encubra pero en el que tampoco se viole en su perjuicio el principio de presunción de inocencia ni el derecho a la defensa, y que concluya con una sentencia basada exclusivamente en auténticas pruebas.
lbarreda@unam.mx
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Por favor, sean civilizados.