viernes, 10 de agosto de 2012

Macario Schettino - Universidades

Macario Schettino

En estos días empiezan las clases en muchas universidades, si no es que en todas. También anda por ahí un movimiento de “rechazados”, como se llaman quienes no pudieron aprobar el examen de admisión de la UNAM, el Poli o la UAM.
Podrían estudiar en otro lado, pero no quieren, o podrían pasar el examen, pero evidentemente no pueden. Esto pasa todos los años, y a pesar del crecimiento poblacional (que está ya casi terminando) la proporción de niños y jóvenes que queda fuera se va reduciendo. Es decir, cada año son menos los que no pueden entrar en la universidad pública de su preferencia.
Una parte no menor de estos nuevos espacios, sin embargo, ocurre en universidades privadas de calidad muy reducida. Escuelas “patito” se les ha dado en llamar. En esas universidades, al tema de la pertinencia, preocupante por sí mismo, debe uno agregar el de la calidad. Buena parte de quienes van a estudiar a esas universidades jamás logrará encontrar empleo en lo que estudió. La mayoría no lo imagina, y será para ellos una gran frustración, dentro de cinco años o poco más, confirmar que perdieron tiempo y dinero. Hay un par de soluciones para esto. Una es aplicar un examen profesional del Estado, como se hace en algunos países, que sea la condición para obtener la cédula profesional. El Ceneval es un paso en esta dirección, pero como de costumbre, la UNAM no participa, porque ellos se cuecen aparte. La otra posibilidad sería aplicar regulación más adecuada desde el Estado, para impedir que escuelas patito engañaran a los jóvenes y sus familias. Acá también se ha avanzado por el camino de las acreditaciones, pero como los académicos no aceptan evaluación que no sea de sus pares, este mecanismo creo que ya tampoco tiene utilidad alguna.



Fuera de ese grupo de escuelas de muy mala calidad, muchas de ellas privadas y algunas públicas, las demás son razonablemente buenas. Están las universidades privadas conocidas (todas ellas costosas, pero también todas con sistemas de becas y financiamiento), las públicas del DF y los estados, incluyendo las recientes Politécnicas, que han sido un gran avance, el sistema de Tecnológicos, y algunas otras más. En todas ellas la calidad va de aceptable a excelente, incluso considerando el bajo nivel de los alumnos que llegan de ese sistema educativo que, como sabemos, tiene un serio problema de calidad.
Es decir que si usted o su hijo o primo va a una de esas universidades, algo va a aprender, y su título efectivamente tendrá algo de contenido. Lo que cada día es menos claro, y ya va siendo tiempo de discutir es si esos títulos son útiles para la manera en que funciona hoy la economía. O, dicho de mejor manera, si lo que se aprende en la universidad es útil.
Como usted sabe, los seres humanos somos capaces de aprender y de enseñar, algo que no pueden hacer los demás animales. La forma más frecuente de aprendizaje ha sido lo que los especialistas llaman “aprendizaje vicario”. Uno trabaja como aprendiz de un maestro, observa cómo éste trabaja, ocasionalmente recibe consejos, va haciendo diferentes actividades con cada vez mayor complejidad, y alguna vez se convierte uno en “oficial”, como antes se decía. Si además del aprendizaje hay talento y perseverancia, uno puede llegar a ser maestro. Así aprendieron nuestros antepasados a tallar piedras, así aprendieron los artistas en el Renacimiento, y así se aprendían los oficios hasta hace muy poco tiempo.
Cuando una sociedad logra producir lo suficiente para mantener a un grupo ocioso, aparece una forma diferente de educación que consiste en transmitir conocimientos de un maestro a un grupo de alumnos, casi siempre sin instrumentos físicos de por medio. Es Sócrates o Platón con sus seguidores, o Aristóteles paseando, o los maestros iluminados de Oriente. Y a partir del siglo XIII, es también la universidad.
En esa universidad medieval se enseñaban pocas disciplinas: Derecho (canónico, luego público, luego lo demás), Medicina (y partir de ahí todas las ciencias físicas) y pare de contar. La multitud de profesiones que hoy tenemos es un asunto de los últimos doscientos años, con la aparición de máquinas que requerían ingenieros (de ahí el nombre: engine, engineer); o con la preocupación por entender al mundo, que fue creando filólogos, luego sociólogos, economistas, y demás estudiosos de la sociedad.
El mundo del siglo XX requería a esos ingenieros y administradores, y podía soportar a sociólogos. Como siempre, abogados y médicos siempre tendrán espacio. La forma en que todos ellos aprendían era la misma: varios años en una institución en donde se recibía cátedra, usando libros de texto, con un programa de estudios rígido que enfatizaba las herramientas mínimas para poder aprender, ya en un trabajo, de la misma forma de siempre: viendo a los que sí sabían cómo.
En los últimos cuarenta años, se han hecho grandes experimentos con la educación. No sé si hay una evaluación global de los resultados, pero tengo la impresión de que no hemos ganado mucho. Se insiste en que el método tradicional de la cátedra no fomenta la creatividad, ni el pensamiento crítico, ni el trabajo en equipo, y se proponen estrategias diferentes de enseñanza‐aprendizaje. Se insiste en que el tipo de trabajador actual no puede ser el mismo del siglo XX, y siempre hay ejemplos para demostrarlo (sobre todo, claro, en el área de la gran transformación, informática y comunicaciones). A últimas fechas, se añade el severo impacto de Internet. Al final, creo que no estamos definiendo bien el problema y, en consecuencia, las soluciones que encontramos no sirven de mucho.
Hay que aclarar que en esto, como en muchas otras cosas, México (y América Latina en general) va en una dinámica muy diferente. La absurda distribución de nuestros estudiantes (61% en administración, ciencias sociales, educación y humanidades) es una receta para el fracaso. Es claro que debe haber un buen número de personas en actividades como éstas, pero no tantas. El jueves comento con usted acerca del problema global, y ya luego vemos qué hacemos con México.



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