René Delgado |
Los signos que marcan los fines de sexenio como un maleficio y hacen de la transmisión del poder en una pesadilla titilan como una advertencia.
Tres síntomas se advirtieron en el curso de la semana. Uno, la pretensión presidencial de tomar las riendas de su partido fue derrotada en toda la línea por los consejeros de Acción Nacional. ¿Cómo no reconocer el fin de un turno? Dos, la indiferencia oficial por los muertos provocados por el crimen y la estrategia adoptada para combatirlo transforma un memorial en un monumento al olvido. ¿Cómo recordar algo sin saber lo acontecido? Tres, la incapacidad de la administración para garantizar el derecho a la libertad de expresión se torna en algo peor: la capacidad de la administración para atentar directamente en contra de ese derecho. ¿Cómo reivindicar un derecho que se vulnera?
Tales síntomas obligan una pregunta: ¿el presidente Felipe Calderón dejará el poder como lo tomó: por la puerta de atrás?
Excepción hecha de Ernesto Zedillo, desde el diazordacismo los fines de sexenio han sido trágicos, dramáticos o patéticos.
Al parecer, los mandatarios saben terciarse la banda presidencial al pecho -no fue el caso de Carlos Salinas y Felipe Calderón-, pero no desprenderse de ella. Dejar el poder no se les da. Sólo imaginar la nostalgia por el poder, los ciega y es cuando empiezan a cometer locuras: lloran y se arrepienten, cobran venganza al sentirse incomprendidos o quieren asegurar su legado, cualquiera que sea, a fuerza de complicarle la vida a su sucesor.
Los cierres de sexenio han dejado más cicatrices que gratos recuerdos. Se temen por la calamidad supuesta. Haberlos sufrido tantas veces no obliga a aceptarlos como un destino manifiesto. Una y otra vez, los soportes de la estabilidad política, económica o social han sido vencidos por megalomanía de los presidentes que, a punto de dejar de serlo, se sienten imprescindibles y luego no saben dónde esconderse o adónde huir.
Esta ocasión es menester evitar que, a la amenaza del crimen, a la complejidad del conflicto poselectoral y al inquietante entorno económico internacional, se sume el "síndrome del fin de sexenio": la enfermedad de quienes a punto de dejar el poder se aferran a él. No, esta vez no. Muy mal le fue al país en materia política y social durante del sexenio, como para que le vaya peor al final.
Las señales enviadas por el presidente Felipe Calderón a su partido haciéndole sentir su obsesión por influirlo o conducirlo al desalojar la residencia oficial de Los Pinos tuvieron respuesta. El consejo de Acción Nacional respondió: no, de ningún modo.
La pretensión de Felipe Calderón de "refundar" a Acción Nacional fue derrotada por la propuesta de evaluar lo ocurrido y mejorar lo necesario. El replanteamiento de los órganos de dirección y selección del partido alentado por el calderonismo fue limitado a la revisión de los estatutos. La intención presidencial de realizar la asamblea albiazul antes del término de su mandato fue transferida hasta el año entrante.
Claro y contundente fue el Consejo y eso, que pudiera parecer un asunto del exclusivo interés panista, tiene un doble efecto hacia afuera de ese partido. Uno, el calderonismo pierde fuerza y presencia al interior del panismo, el liderazgo del todavía primer panista no tiene el arraigo supuesto. Dos, si el priismo o la izquierda quieren tratar algo con el panismo deben dirigirse al presidente del partido y no al presidente de la República.
Si el presidente Calderón no acepta la respuesta recibida, vendrán sacudimientos dentro de su partido, pero quienes no pueden ignorar lo ocurrido son el priismo y la izquierda. Confundir al interlocutor del panismo o el pasado con el futuro podría venir en abono del síndrome del fin de sexenio.
La indiferencia oficial ante los muertos producto del crimen y de la estrategia aplicada en su contra no es un asunto de números sino de vidas perdidas. Es una cuestión relacionada con el dolor humano, pero también con la rendición de cuentas al que todo jefe de Gobierno está obligado. Ahí está la herida abierta que deja la administración calderonista.
Puede decir el mandatario que él nunca habló de guerra, pero el Campo Marte fue su jardín favorito. La crítica a su estrategia tuvo por respuesta una evasiva: si hay otra, díganmela pero no voy a quedarme cruzado de brazos. Las hay y se le dijeron. Sin embargo, de esa causa perdida hizo su bandera y, hoy, está hecha jirones con manchas indelebles de sangre.
Rendirle honores a los soldados, marinos y policías muertos en estricto cumplimiento de su deber y reconocer el dolor provocado por la muerte de millares de personas exige saber quiénes eran, cómo se llaman, cómo murieron, quién los mató. Eso no puede sustituirse colocando ladrillos para tender una tapia sobre lo ocurrido. Un memorial tiene por sentido recordar lo ocurrido, no emparedar el olvido.
Si, en ese punto, el presidente Calderón no rinde debidas cuentas, si no emite el parte de guerra correspondiente, no puede venir con la infamia de presentar tantos muertos como símbolo de coraje y orgullo. Exigir un informe preciso puede conjurar el síndrome de fin de sexenio.
En múltiples plazas de la República el derecho a la libertad de expresión es una quimera, frente a la cual la administración manifiesta su más profundo respeto acompañado de nulas garantías para su ejercicio.
De eso se tiene plena conciencia en Monterrey, Nuevo Laredo, Morelia, Tijuana, Juárez, Reynosa, Acapulco, Jalapa, Veracruz... la prensa fija el horizonte de la libertad de expresión, el crimen su límite y la administración su indolencia ante el asunto. Esa es la normal anormalidad de una libertad fundamental sin garantía, pero ahora ocurre algo mucho peor: a la incapacidad oficial para hacer valer un derecho sigue la capacidad directa para vulnerarlo.
De demostrarse la acusación de Joaquín Vargas, presidente de Multivisión, en el sentido de que el retiro de la banda ancha en su posesión tuvo ingredientes de venganza por no aceptar el chantaje de conservarla a cambio de censurar a la periodista Carmen Aristegui por un supuesto agravio al presidente de la República, la conclusión es terrible: de prácticas criminales estaría echando mano quien debe combatirlas.
Si no se esclarece plenamente y a satisfacción el asunto, la confirmación del síndrome del fin de sexenio es ineludible.
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