Jorge Camil |
Cuando Enrique Peña Nieto recibió del Tribunal Electoral la constancia de mayoría que lo acreditaba como presidente electo dio su primer mensaje a la nación.
Pidió "que impere el interés superior y que no se imponga la visión de nadie", una frase que resume la esencia de la democracia. Pero eso no es lo que quiere López Obrador. Él percibe la democracia en términos absolutistas: "¡después de mí, el diluvio!". Enrique Krauze lo siente imbuido en una misión redentora; un mesianismo incompatible con la democracia, que pudiese desvirtuar el orden democrático ("El pueblo soy yo": http://bit.ly/Mp30N9).
En su mensaje Peña Nieto reconoció que la competencia electoral parte de un principio fundamental: reglas, tiempos y procedimientos. Pero eso no es lo que quiere López Obrador. Él se mueve en un mundo nebuloso y a sus anchas, donde semanas antes de la elección advierte que se prepara un enorme fraude en su contra, pero sigue adelante; donde firma el pacto de civilidad "porque va a ganar", no porque va a cumplir; donde rechaza la calificación del Trife, pero se toma 10 días para anunciar "lo que sigue", como si el futuro de México fuese una novela por entregas.
Peña Nieto se comprometió a gobernar para todos desde una Presidencia con transparencia y rendición de cuentas. Pero eso no es lo que quiere López Obrador. Él va más allá de los votos depositados en las urnas para hurgar en la mente de los electores, quiere saber por qué votaron como votaron. Big brother is watching…
En una parte muy importante de su mensaje Peña Nieto anunció la transformación de nuestra deficiente democracia, que calificó como "esencialmente electoral", en una democracia de resultados. Lo que hoy se conoce como democracia incluyente, para relacionar esta forma universal de gobierno con los impostergables temas de la pobreza, el medio ambiente, las oportunidades económicas, el acceso a la educación y la diseminación equitativa de las nuevas tecnologías.
Enrique Peña Nieto, joven y lleno de entusiasmo, prometió que bajo su gobierno México tendría una presidencia "moderna, responsable y abierta a la crítica. No se le puede pedir más.
Las campañas tampoco podrían haber sido más diferentes. Peña Nieto dedicado a ganar la Presidencia y López Obrador, desde un principio, a cuestionar los resultados. EPN hacía propuestas concretas y firmaba compromisos notariales, mientras AMLO acumulaba descalificaciones, y protocolizaba con un notario obsecuente el montaje de ciudadanos arrepentidos que devolvían tarjetas, llaveros y aves de corral. Uno concentrado en ganar y el otro, confirmando su naturaleza, empeñado en impugnar.
Tras la sentencia del Trife el ganador se preparaba a visitar jefes de Estado y a gobernar. Y el perdedor iniciaba una desobediencia civil, que se irá cocinando en el camino, pero que podría definirse como rechazo a Peña Nieto, a las reformas estructurales y a la modernidad. Habrá movilizaciones el 1 de diciembre.
El caudillo reconoció que debemos respetar las instituciones, "pero no cuando estén secuestradas por criminales de cuello blanco": ¡al diablo con las instituciones! Antes de la asamblea López Obrador mandó también al diablo a los partidos de su coalición. Su intransigencia, su tono en la tribuna, el culto a su personalidad y su lenguaje corporal lo alejan cada vez más del mesianismo que se le atribuye y lo acercan al totalitarismo. No sabe perder, ni negociar, ni puede trabajar en equipo. El PRD prometió seguirlo, "pero en forma independiente", y sus gobernadores aceptaron trabajar con el nuevo Presidente.
Todos ganaron menos López Obrador, a quien se le reducen los espacios y la credibilidad. Carece de la disciplina necesaria para asumir el papel de líder de una izquierda unida a partir de sus casi 16 millones de votos. Confirma su carácter de lobo solitario, empeñado en el propósito obsesivo de ganar la Presidencia.
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