José Carbonell |
En los días recientes la discusión sobre esta reforma se ha centrado en dos puntos. En primer lugar, sobre si significa o no un retroceso en los derechos de los trabajadores y, principalmente, sobre la democracia y la transparencia de los sindicatos. Sin duda son temas fundamentales en el marco de las relaciones laborales de este país. No obstante, considero que podríamos darle un enfoque mucho más útil al debate, y pensar por ejemplo en términos de equidad de género.
Si comparamos los países de la OCDE, las mujeres mexicanas son las que menor presencia tienen en el mercado laboral, solo por detrás de Turquía. Menos de la mitad de las mexicanas son económicamente activas (45.9 por ciento, para ser precisos), frente al promedio de la OCDE de casi 62 por ciento, por no mencionar el caso de las naciones más adelantadas en este rubro: Islandia (82.4%), Suecia (77.7) o Suiza (76.7).
Más allá de una cultura y unos valores machistas (que todavía existen), el mercado laboral mexicano es especialmente discriminatorio y excluye a las mujeres. Debido a su rigidez, es prácticamente imposible encontrar un empleo a tiempo parcial, por horas o con la flexibilidad que requieren las mujeres –y especialmente aquellas que son madres–. No hay que olvidar que –en parte por esta razón– más de la mitad de las mexicanas que cuentan con un empleo trabajan en el sector informal.
Además de la rigidez del mercado de trabajo, no sorprende que en este país las políticas para facilitar la conciliación de la vida familiar y la laboral –guarderías, flexibilidad de horarios, permisos y licencias de maternidad, trabajo a distancia y un largo etcétera–, sean prácticamente inexistentes.
Así lo reconoce la propia OCDE –en un documento recientemente entregado al presidente electo– cuando afirma que “la modesta participación de las mujeres mexicanas en el mercado laboral se debe en gran parte a la carencia de políticas de conciliación entre trabajo y vida familiar, especialmente la insuficiente oferta de servicios de cuidado infantil (guarderías)”.
Por otro lado, esta incompatibilidad también afecta a las mexicanas más jóvenes. Solo un tercio de las mujeres de 15 a 24 años (aquellas que deberían estar realizando estudios de bachillerato o universidad) tiene un empleo, frente a casi la mitad del conjunto de la OCDE, o el 67 por ciento de las mujeres danesas de la misma edad.
Resultan por demás evidentes los efectos de una baja participación femenina en el mercado laboral: mayores niveles de pobreza infantil (y general), mayor dependencia económica de la pareja, desperdicio de capital humano y un largo etcétera.
Si nuestra clase política –y sobre todo nuestros sindicalistas– estuvieran más abiertos a estos temas, el debate sobre la reforma laboral estaría en otro nivel y la discusión sería muy diferente.
Pero eso sería pedirle peras al olmo.
Twitter: @jose_carbonell http://josecarbonell.wordpress.com
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