“Métete esto en la cabeza de una puta vez: tú no piensas, sólo obedeces; tú no actúas, sólo ejecutas; tú no decides, sólo cumples; tú vas a ser mi mano en el cuello de ese hijo de puta, y mi voz va a ser la del camarada Stalin, y Stalin piensa por nosotros...”
“Dos ladrillos y se vino abajo: el gigante tenía los pies de barro y sólo se había sostenido gracias al terror y la mentira...”
Leonardo Padura, “El hombre que amaba los perros”
La izquierda es hija de la modernidad. Nace de la convicción de que las ideas pueden cambiar a la sociedad, que ésta no es resultado de ninguna ley divina y que los hombres pueden darse sus propias reglas. El hecho de que el término se haya acuñado en los albores de la Revolución Francesa lo dice todo. Por eso, quienes hablan de “izquierda moderna” como elemento de distinción no se refieren a una época histórica y cultural de la humanidad, sino al contraste con la tradición y la historia reciente. En realidad están hablando de “actualidad” y con ello marcan un punto de inflexión con el pasado; “modernidad”, pues, en su sentido coloquial.
El adjetivo “moderna” debe entenderse como un deslinde, y responde a la necesidad de diferenciarse. ¿De qué, de quiénes? De concepciones y prácticas, algunas rebasadas otras perversas, que se han dado y se dan en el seno de la izquierda, así como de quienes las representan y llevan a cabo. Para ver la pertinencia de la distinción, es necesario tener perspectiva histórica y así reconocer lo “viejo”, aquello de lo que se reniega, y entender la propuesta de renovación que se hace.
Hace más de dos décadas que cayó el Muro de Berlín y, sin embargo, no todos en la izquierda han sacado las conclusiones necesarias. El llamado “socialismo real” fue un fraude trágico para millones de personas. Los ideales y valores que inspiraron la Revolución de Octubre fueron negados de manera ostensible y atroz en dichas sociedades. En nombre de “La Justicia” -entendida como igualdad y en la que, como apuntó con sorna George Orwell, había unos más iguales que otros- reprimieron libertades e impusieron dictaduras, en muchos casos vitalicias.
Ahora bien, las deficiencias e incongruencias del “socialismo real” no absuelven al capitalismo de sus males, como con mucho acierto decía el gran filósofo y teórico marxista Adolfo Sánchez Vázquez. Combatirlos para construir un mundo distinto y mejor sigue siendo una aspiración no sólo legítima sino necesaria y apremiante. Pero para hacerlo es necesario aprender las lecciones de esa traumática experiencia histórica que desengañó a muchos hombres y mujeres que, en no pocos casos, descubrieron que habían estado dispuestos a dar su vida por una impostura.
Por supuesto que hay que guardar proporciones, pero es indudable que muchos vicios del estalinismo también se sintieron en sectores importantes de la izquierda mexicana -como en la de todo el mundo- y se mantuvieron después de haber abjurado del “Padrecito de los pueblos” cuando Jruschov dio a conocer sus crímenes en el XX Congreso del Partido Comunista de la URSS.
Algunos de esos vicios, por cierto, también se dieron en el llamado “Partido de Estado” y su “Presidencia Imperial” que gobernó durante 70 años el país, y que ahora regresa al poder tras 12 años de una alternancia decepcionante.
El culto a la personalidad; el verticalismo; la incondicionalidad al líder; la persecución de cualquier viso de disidencia con hogueras morales; el establecimiento de ortodoxias; la reiteración propagandística de dogmas de fe; el mudar la doctrina y adecuar los dogmas si la voluntad suprema cambia de opinión, todo eso sin mediar autocrítica (ver “1984” de Orwell); la autoproclamación de la superioridad moral y del monopolio de la virtud y la dignidad; la doble moral como consecuencia del punto anterior; el maniqueísmo intolerante que divide a la sociedad entre los que están con el pueblo, representado por un único vocero y misericordioso tutor, y los que son sus enemigos y, por tanto, encarnaciones del mal.
Ésas son algunas de las actitudes perniciosas que perviven en una parte de la izquierda –aunque, para ser justos, también se dan en otras partes del espectro político, y no son exculpatorias ni ocultan la intolerancia de algunos grupos de derecha que llegan al extremismo.
La mínima e indispensable autocrítica de la izquierda a lo ocurrido con el “socialismo real” debió llevar a revisar sus objetivos y métodos para no caer en los mismos errores, y no reproducir prácticas y vicios que -aunque no tengan las dimensiones de antaño- son verdaderamente perniciosos.
Albert Camus tuvo razón al no aceptar la cínica fórmula de que “cuestionar al estalinismo beneficiaba al imperialismo”, y darle un giro al conocido apotegma afirmando que “los medios justifican al fin”.
No basta con “tolerar” la crítica, sino que debe saludarse e incentivarse porque resulta indispensable para evaluar, renovar y corregir. De ninguna manera se puede aceptar que realizarla beneficia al enemigo. Esta reivindicación del ejercicio crítico es fundamental para una izquierda que quiere distinguirse de aquel pasado.
Por supuesto, la crítica debe llevar a dejar atrás los disvalores anteriores y a promover sus opuestos. En ese sentido, es fundamental la reivindicación de la libertad como un valor central y preeminente para la izquierda.
Eso, en cierto modo, es también un retorno a los orígenes, pues la crítica clásica -que considero certera- al liberalismo es que las libertades que enuncia son teóricamente para todos, pero en la realidad sólo unos cuantos las pueden ejercer. Hacerlas efectivas para el conjunto de la población requiere de condiciones materiales, culturales y circunstanciales al alcance de cada ciudadano. De ahí que la lucha por la justicia social y la democracia sean indispensables para que ese legítimo anhelo avance en su concreción.
La libertad nunca es absoluta, pero cada conquista que la amplíe valdrá la pena. En ese sentido, el compromiso de la izquierda a favor del reconocimiento y libertades -como el de la interrupción voluntaria del embarazo o el del matrimonio de personas del mismo sexo- debe ser claro y inequívoco, sin vergüenza alguna y sin la medrosa salida de encadenarlo a un referéndum para no definirse. El respeto a los derechos de las minorías no deben estar sujetos a la gracia de la mayoría.
En 2015, las izquierdas competirán y es correcto que se distingan unas de otras sin demérito de la necesaria unidad que tres años depués deberán construir alrededor de un solo candidato presidencial.
El PRD debe demostrar que las decisiones colectivas y la democracia interna son superiores; que la discrepancia en un ambiente tolerante contribuye a mejores políticas; que la mejor y más firme oposición es la que es capaz de convencer con argumentos e incidir en leyes y políticas públicas de acuerdo con su programa, y no la que descalifica todo por consigna; que ser de izquierda no significa endiosar al Estado; que el respeto a la legalidad y a las reglas de la democracia, así como la lucha dentro de las instituciones, es la que puede cambiar al país para bien.
El PRD debe estar abierto al diálogo y al debate sin tabúes ni prejuicios, mostrando capacidad para entender los nuevos tiempos y mostrarse como una fuerza innovadora. Cancerberos de viejas y caducas ortodoxias ven en ello “docilidad”, como si el sólo saber decir que “no” significara fortaleza. Confunden radicalidad con obstinación.
Si es un asunto de contenidos, de -como lo establece su etimología- ir a la raíz y, por lo mismo, tener un proyecto profundo de transformación nacional, así debe considerársele. Pero de manera errónea suele llamarse “radical” al estridente y necio, aunque sus propuestas sean conservadoras.
El diálogo y la negociación son prácticas esenciales de la democracia que deben ser reivindicadas en todo momento. Es incorrecto considerar a alguien “más de izquierda” por tener posiciones inamovibles.
Gracias a las redes sociales, la actuación de los políticos está como nunca bajo lupa, y éstas permiten una interacción horizontal con los ciudadanos. Frente a ellos es que se debe acreditar la distinción y el compromiso de esta izquierda con la equidad social, pero también con la libertad y la democracia. Si para ello sirve el adjetivo de “moderna”... ¡bienvenido!
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