lunes, 29 de octubre de 2012

Jacobo Zabludovsky - La dignidad del granuja


Los toros, ese espectáculo tan polémico, ha sido terreno abonado para germinar obras imperecederas en todas las ramas del arte.
Cada una de las nueve musas le debe a la “fiesta taurina” un gran caudal de la inspiración de sus feligreses, desde la historia hasta la elocuencia, pasando por la música, la comedia, la tragedia, la danza, la elegía y la poesía. Dejo fuera a Urania, incapaz de lograr que una media verónica inspire a alguien y lo eleve a las alturas de la astronomía, ámbito puesto a su cuidado. Fuera de esa excepción todos los demás productos del espíritu se han nutrido de la lidia de toros. Creo que en el Parnaso, donde supongo que las diosas dispensaban sus favores, faltó una de las artes plásticas, no atendidas por ninguna de ellas y, sin embargo (grave error que justifica a los ateos), florecieron a pesar de la omisión y de que pintores, escultores y arquitectos no tienen, los pobres, a quién llevarle flores para dar gracias por milagros, esos sí reales, y pedir nuevos prodigios condicionados y proporcionales, claro, a su ayuda a la manutención del altar.




Tan larga y prescindible disquisición introduce a la plática la figura de Manuel Chávez Nogales, uno de los grandes escritores españoles de la primera mitad del Siglo 20, autor del mejor libro taurino que he leído: “Juan Belmonte, matador de toros”, escrito en primera persona del singular, a manera de autobiografía.
Solía este muchachito físicamente deforme, encogido y flaco, penetraba de noche a los cortijos para torear desnudo, su camisa a modo de capote y a la luz de las estrellas, si brillaban, a los más bravos de los toros bravos.
Recuerda Juan al chaval que fue: “Íbamos otro día por el camino bajo de San Juan de Aznalfarache hacia Tablada. Yo me había quedado un poco rezagado, cuando los cuatro o cinco torerillos que iban delante tropezaron de manos a boca con el dueño de una lancha que habíamos robado varias noches para atravesar el río. 
Aquel hombre tenía unas vacas y utilizaba la lancha para ir a cortar juncia con que alimentarlas. Cuando por las mañanas se encontraba la lancha abandonada en la otra orilla o se quedaba dos o tres días sin dar con ella, se volvía loco de ira. 
Era un hombre fuerte, que se las daba de valentón, y cuando vio al grupo de torerillos se fue para ellos como un jabato. No sé lo que le dirían. El caso es que el de las vacas sacó una pistola e hizo un disparo. Huyeron a la desbandada mis compañeros, y el vaquero, después de intentar en vano perseguirles, me vio a mí, y ciego de ira, se me echó encima poniéndome la pistola en el pecho. ‘¡Tú eres también de los granujas que me roban la lancha!’, gritó.
“Me quedé mirándole fijamente, y por una de esas reacciones inexplicables, aparté la pistola de un manotazo y le dije del mal talante: ‘¿Y usted de qué me conoce a mí para tutearme?’ Ante aquella salida, que no se esperaba el hombre, se quedó un poco perplejo. La parada en seco que le hice le había desconcertado y balbuceó: ‘Tú…; bueno, usted, ustedes… me cogen la lancha y me hacen un desavío enorme. 
Hágase usted cuenta del trastorno que me causan. ¡No puedo dar de comer a las vacas!’
‘¿Y a mí qué me cuenta usted?’, repliqué enfurruñado.
‘Hombre, no te enfades. Es que estos granujas le vuelven a uno loco’.
“Entramos del brazo en Triana y fuimos a beber unas copas. Yo llevaba la pistola del vaquero en el bolsillo. Terminé declarándole paladinamente que yo era también de los que le robaban la lancha para ir a torear. Y no pasó nada.
“Me convencí entonces de que en la lidia, de hombres o de bestias, lo primero es parar. El que sabe parar, domina. De aquí mi técnica del parón, que dicen los críticos”.
Gran lección de un muerto de hambre con dignidad. Gran lectura de un narrador capaz de pintar con palabras una emoción. Biógrafo y biografiado superan su momento y su lugar y elevan una conducta a la altura de ejemplo a seguir en cualquiera de las encrucijadas donde la vida nos pone.
Parar podría ser una definición de libertad. Hay tantas como se quiera, pero prefiero una corta y sencilla: libertad es la posibilidad de decir no. En el caso del maletilla andaluz parar es eso, decir no, “no me hable de tú”, suficiente para desarmar al poderoso.
La moraleja vale en la política, donde cada vez son más escasas las voces capaces de gritar “no” a los dueños de las vacas y la lancha, de los toros y los campos, de la noche y el horizonte.
Temporada de anodinos, alternantes del “sí” en todos los tonos. Bienvenidos los del “no”, los desafinados del coro, los incómodos y excepcionales, inconformes y distintos, opuestos al dejar hacer y dejar pasar. Hacen falta Belmontes.
Leído en: Los toros, ese espectáculo tan polémico, ha sido terreno abonado para germinar obras imperecederas en todas las ramas del arte.
Cada una de las nueve musas le debe a la “fiesta taurina” un gran caudal de la inspiración de sus feligreses, desde la historia hasta la elocuencia, pasando por la música, la comedia, la tragedia, la danza, la elegía y la poesía. Dejo fuera a Urania, incapaz de lograr que una media verónica inspire a alguien y lo eleve a las alturas de la astronomía, ámbito puesto a su cuidado. Fuera de esa excepción todos los demás productos del espíritu se han nutrido de la lidia de toros. Creo que en el Parnaso, donde supongo que las diosas dispensaban sus favores, faltó una de las artes plásticas, no atendidas por ninguna de ellas y, sin embargo (grave error que justifica a los ateos), florecieron a pesar de la omisión y de que pintores, escultores y arquitectos no tienen, los pobres, a quién llevarle flores para dar gracias por milagros, esos sí reales, y pedir nuevos prodigios condicionados y proporcionales, claro, a su ayuda a la manutención del altar.
Tan larga y prescindible disquisición introduce a la plática la figura de Manuel Chávez Nogales, uno de los grandes escritores españoles de la primera mitad del Siglo 20, autor del mejor libro taurino que he leído: “Juan Belmonte, matador de toros”, escrito en primera persona del singular, a manera de autobiografía.
Solía este muchachito físicamente deforme, encogido y flaco, penetraba de noche a los cortijos para torear desnudo, su camisa a modo de capote y a la luz de las estrellas, si brillaban, a los más bravos de los toros bravos.
Recuerda Juan al chaval que fue: “Íbamos otro día por el camino bajo de San Juan de Aznalfarache hacia Tablada. Yo me había quedado un poco rezagado, cuando los cuatro o cinco torerillos que iban delante tropezaron de manos a boca con el dueño de una lancha que habíamos robado varias noches para atravesar el río. 
Aquel hombre tenía unas vacas y utilizaba la lancha para ir a cortar juncia con que alimentarlas. Cuando por las mañanas se encontraba la lancha abandonada en la otra orilla o se quedaba dos o tres días sin dar con ella, se volvía loco de ira. 
Era un hombre fuerte, que se las daba de valentón, y cuando vio al grupo de torerillos se fue para ellos como un jabato. No sé lo que le dirían. El caso es que el de las vacas sacó una pistola e hizo un disparo. Huyeron a la desbandada mis compañeros, y el vaquero, después de intentar en vano perseguirles, me vio a mí, y ciego de ira, se me echó encima poniéndome la pistola en el pecho. ‘¡Tú eres también de los granujas que me roban la lancha!’, gritó.
“Me quedé mirándole fijamente, y por una de esas reacciones inexplicables, aparté la pistola de un manotazo y le dije del mal talante: ‘¿Y usted de qué me conoce a mí para tutearme?’ Ante aquella salida, que no se esperaba el hombre, se quedó un poco perplejo. La parada en seco que le hice le había desconcertado y balbuceó: ‘Tú…; bueno, usted, ustedes… me cogen la lancha y me hacen un desavío enorme. 
Hágase usted cuenta del trastorno que me causan. ¡No puedo dar de comer a las vacas!’
‘¿Y a mí qué me cuenta usted?’, repliqué enfurruñado.
‘Hombre, no te enfades. Es que estos granujas le vuelven a uno loco’.
“Entramos del brazo en Triana y fuimos a beber unas copas. Yo llevaba la pistola del vaquero en el bolsillo. Terminé declarándole paladinamente que yo era también de los que le robaban la lancha para ir a torear. Y no pasó nada.
“Me convencí entonces de que en la lidia, de hombres o de bestias, lo primero es parar. El que sabe parar, domina. De aquí mi técnica del parón, que dicen los críticos”.
Gran lección de un muerto de hambre con dignidad. Gran lectura de un narrador capaz de pintar con palabras una emoción. Biógrafo y biografiado superan su momento y su lugar y elevan una conducta a la altura de ejemplo a seguir en cualquiera de las encrucijadas donde la vida nos pone.
Parar podría ser una definición de libertad. Hay tantas como se quiera, pero prefiero una corta y sencilla: libertad es la posibilidad de decir no. En el caso del maletilla andaluz parar es eso, decir no, “no me hable de tú”, suficiente para desarmar al poderoso.
La moraleja vale en la política, donde cada vez son más escasas las voces capaces de gritar “no” a los dueños de las vacas y la lancha, de los toros y los campos, de la noche y el horizonte.
Temporada de anodinos, alternantes del “sí” en todos los tonos. Bienvenidos los del “no”, los desafinados del coro, los incómodos y excepcionales, inconformes y distintos, opuestos al dejar hacer y dejar pasar. Hacen falta Belmontes.


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