Felipe Calderón nunca encontró la fórmula para llegar a su toma de posesión con el porte de Presidente triunfante. Fácil no era, pero quedó la impresión de que lo más que hizo fue encogerse de hombros y encomendarse al Espíritu Santo para que el fanatismo de sus adversarios no deviniera tragedia. Y aunque la fortuna terminó sonriéndole, el desbarajuste de aquel 1 de diciembre de 2006 habló mal de su imaginación y eficacia política.
Enrique Peña Nieto no quiere que se repita la historia. Sabe que, como futuro Presidente de la República, es el primer obligado en convencer a los hostiles que en las democracias nadie pierde todo, ni pierde para siempre. Y en persuadirlos con algún incentivo.
Eso parece haber hecho con los tres gobernadores clave del bloque progresista, sus contemporáneos de los comicios de julio. El sí claro del tabasqueño Arturo Núñez y el morelense Graco Ramírez para asistir a la ceremonia en San Lázaro, y el condicionado solo por el calendario del capitalino Miguel Ángel Mancera, marcan la hasta ahora mayor victoria poselectoral de Peña Nieto.
Con tres “sí” (agréguese si se quiere los del oaxaqueño Gabino Cué y el guerrerense Ángel Aguirre) y una fotografía alegre, Peña Nieto cambió la panorámica del 1 de diciembre. Del encono y la desconfianza se ha pasado a un principio de concordia. Prometedor, inspirador.
Mancera me dijo el jueves que tratará que el DF se mueva en una lógica de avance y progreso, por lo que no dejará de atender ningún flanco ni de llamar Presidente a Peña Nieto, a quien, desde luego, invitará a su toma de posesión el 5 de diciembre.
La concordia parece posible. Enhorabuena.
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