lunes, 15 de octubre de 2012

Jesús Silva-Herzog Márquez - La segunda alternancia


Jesús Silva-Herzog Márquez
La primera alternancia fue una borrachera de ilusiones. Las encuestas que se levantaron antes de la toma de posesión de Vicente Fox constataban el ensueño: la mayoría de los mexicanos pensaba que el nuevo gobierno, que el nuevo régimen sería capaz de resolver todos los problemas del país. No importaba la profundidad de sus raíces, la complejidad de los retos: la democracia recién inaugurada lo resolvería todo. El diagnóstico que había hecho el candidato triunfante era elemental: tan eficaz para la campaña, como absurda como plataforma de gobierno. Quitar al PRI de la presidencia era arrancar el obstáculo que impedía la felicidad nacional. Tras la derrota de ese partido, todo se acomodaría venturosamente.




La segunda alternancia está saturada de desconfianza. La victoria del PRI no fue celebrada públicamente. Ni en Toluca hubo júbilo pública en plazas y calles. La victoria de Peña Nieto fue mucho menos holgada de lo que se anticipaba y la suspicacia colectiva mucho más densa de lo que se imaginaba. En círculos importantes de la población, en núcleos ruidosos de la opinión pública el retorno del PRI es vista como la interrupción del proceso democrático, una reversión histórica. Creo que, más que eso, es la activación del sencillo mecanismo de la alternancia. Pero castigar a un gobierno no suscita mayor esperanza.
La primera alternancia llevó a la presidencia a un candidato extraordinario que supo romper con las tiesas ceremonias del priismo; un político desparpajado que contrastó hábilmente con las formas y los rituales de un viejo partido hegemónico. No tenía ideas y, después de ganar la presidencia, careció de ambición histórica. Fue un siervo de sus ocurrencias, un esclavo de sus obsesiones.
La segunda alternancia llevará a la presidencia a un candidato disciplinado que restituye la vieja y solemne oquedad del discurso priista. Si en Fox la palabra era el asalto del azar y del capricho, en Peña Nieto es la reiteración del más seco lugar común. Uno se deleitaba con la improvisación, el otro se refugia en la repetición de un guión redactado hace cuarenta años. Ninguno respeta la palabra. El presidente electo tampoco es hombre de ideas pero se ha hecho de algunas recetas.
La primera alternancia presumía legitimidad y supuso que era la prenda suficiente para el gobierno. El presidente de esa primera alternancia se imaginó como receptor de un contundente mandato popular sin percatarse que era un presidente de minoría. El carácter histórico de la votación inaugural llevó a Vicente Fox a creer que el contacto directo con el pueblo le permitiría imponerse sobre los “frenos” en el Congreso. No entendió nunca la extensión y los límites de su triunfo.

La segunda alternancia ha tenido como impulso una bandera opuesta: no la legitimidad sino la eficacia. El paso pendiente es la construcción de una democracia de resultados, ha insistido el presidente electo. Lejos de ser un político curtido en la movilización social que pretenda presionar al congreso con encuestas o gritos en la calle, parece un gobernante de la negociación. En el pluralismo ha visto un obstáculo pero tendrá que gobernar desde la minoría.
La primera alternancia llevó a la presidencia a un político de la provocación. No un político que entiende la importancia del conflicto y que asume los costos de la decisión sino un político que desafía, fastidia y hostiga a sus adversarios sin un propósito constructivo. Un presidente pendenciero e ineficaz.
La segunda alternancia lleva a la presidencia a un político consensualista. Un político que también parece rehuir el conflicto como matriz necesaria de las reformas pendientes. Dice que no quiere dividir a México y por ello anuncia que es poco probable que lo cambie. Político apacible que sigue creyendo que cualquier arreglo, por malo que sea, es preferible a un pleito, por fructífero y necesario que fuera.
La primera alternancia sacó al PRI de Los Pinos pero no le arrebató el poder. El PRI siguió siendo el gran factor de poder en el país y decidió emplear su fuerza en el Congreso para bloquear las iniciativas relevantes que vinieran del Ejecutivo panista.
La segunda alternancia saca al PAN de Los Pinos pero no lo hace irrelevante. Acción Nacional, un partido molido por la votación reciente, tiene en sus manos la suerte de las reformas de la siguiente administración. Si en 2000 el veto fue la estrategia de la oposición, hoy parece probable una colaboración fructífera y relativamente estable para dar un nuevo impulso reformista en el que coinciden el liderazgo del PRI y el PAN. 
La primera alternancia vivimos la ilusión bisoña, ¿podremos dar paso ahora a la desconfianza provechosa? 

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