La idea es del siglo XVIII y fue parte constituyente del arreglo institucional de los Estados Unidos: la democracia no sólo es la elección de los gobernantes y la posibilidad de ratificarlos o retirarlos por medio del voto, sino la accountability, la obligación de los cargos electos y del conjunto del gobierno de dar cuentas de cómo usaron los recursos provenientes de los impuestos y de los resultados de sus acciones y políticas. Sin rendición de cuentas, la democracia es mera demagogia, la forma impura del gobierno popular, según los clásicos políticos griegos, la mera aclamación o el abucheo, sin consecuencias sobre el desempeño gubernamental ni sobre su eficiencia.
Para que la democracia sea, auténticamente, una forma superior de gobierno, no basta con que los votos cuenten. Es verdad que la posibilidad de retirar del poder pacíficamente, por medio del sufragio popular, a los que gobiernan es un paso importantísimo para limitar la arbitrariedad y la capacidad depredadora de los gobernantes; pero sin auténtica rendición de cuentas –si los gobernantes no tienen la obligación de explicar sus actos de gobierno y de decir con transparencia en qué, por qué y cómo gastaron el dinero recaudado como impuestos– la democracia puede acabar en mera depredación acotada temporalmente, tal como ocurría en México durante los tiempos clásicos del monopolio del PRI, cuando cada presidente era un monarca absoluto, nada más que sólo por seis años.
Sólo si tienen que rendir cuentas a los ciudadanos y si existen mecanismos eficaces de sanción a las desviaciones de recursos, a la gestión negligente, a la apropiación privada de recursos públicos, al patrimonialismo y al clientelismo, al reparto del botín entre los validos y los amigos, los políticos de las democracias se preocupan realmente por comportarse de manera diferente a los de las autocracias y las ventajas de la política competitiva se empiezan a sentir en el desempeño social. Claro que no existen garantías plenas de que los gobernantes se van a comportar como arcángeles (ya Hamilton decía que si fuéramos arcángeles no necesitaríamos gobierno alguno), pero un arreglo institucional que incorpora como parte central de su arquitectura a la rendición de cuentas establece restricciones al comportamiento egoísta de los responsables políticos electos que pueden ser verificables por la sociedad en su conjunto y cuyas desviaciones tienen sanciones creíbles que van más allá de la pérdida del cargo. Un arreglo de ese tipo genera incentivos positivos a la eficiencia y a la honradez que conducen a un mejor desempeño de la autoridad, siempre de manera incremental y relativa, pero que en el mediano plazo rinde frutos positivos sobre la gestión de lo público.
El imperativo de que los gobiernos deben rendir cuentas no tiene sólo un fundamento ético. Es verdad que es moralmente reprobable la privatización de los recursos extraídos obligatoriamente de la sociedad como impuestos, pero se trata también de un asunto de legitimidad de la existencia misma del Estado y de su papel como gestor de los bienes colectivos. En tiempos en que el papel del Estado está seriamente cuestionado y se ponen en duda todas sus intervenciones en las relaciones sociales; en una época en los grandes intereses económicos quisieran ver al Estado como mero cuerpo policiaco a su servicio, las cuentas claras de la gestión de los recursos fiscales es imprescindible para que el poder político recupere su prestigio y gane aceptación social.
El lunes y el martes pasado, 7 y 8 de octubre, en un hotel del sur de la Ciudad de México, la Red por la Rendición de Cuentas, impulsada por académicos del CIDE y que agrupa a diversas organizaciones públicas y de la sociedad civil, organizó, junto con la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO), el seminario internacional “Desafíos de la rendición de cuentas en América Latina”. Ahí participaron especialistas y activistas de la rendición de cuentas y expusieron los avances y retrocesos del tema en nuestra región. Se trató de un encuentro nutrido de análisis y propuestas pertinentes para el momento que vive México, donde en pleno proceso de cambio de gobierno hay diversas iniciativas en el Congreso relativas al tema, ya sea por lo que toca a la transparencia –sólo una parte del proceso integral que debe ser la rendición de cuentas–, la contabilidad gubernamental o la propaganda oficial. Bien harían los legisladores en echarle un vistazo a las interesantes ponencias del seminario, las cuales están disponibles en: http://rendiciondecuentas.org.mx/
La larga y gradual construcción de la democracia mexicana estará incompleta mientras la rendición de cuentas no forme parte integral del entramado institucional del Estado. En cada ámbito del poder público, las maneras de hacer las cosas deben incorporar mecanismos permanentes de rendición de cuentas coherentes, estandarizados y verificables. No basta con que la información gubernamental sea pública; rendir cuentas implica no sólo informar sino demostrar que las acciones de políticas se ajustan a sus objetivos y usan adecuadamente los recursos. Esa es la pata de la que todavía cojea, y mucho, nuestra democracia en construcción.
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