El próximo 1 de diciembre, al llegar a la Presidencia de la República --con una ceremonia fastuosa en Palacio Nacional, donde se espera un largo besamanos de sus correligionarios y comparsas--, el priísta Enrique Peña Nieto buscará rehacer los viejos y caducos mecanismos de poder que su partido creó en siete décadas.
Pero antes de sentarse en la silla presidencial y renovar la liturgia de poder, el ex gobernador del Estado de México habrá de mirar la herencia que le deja el panista Felipe Calderón, por cierto no nada prometedora, sino más bien un infierno o una pesadilla dantesca: una deuda pública de 5.1 billones de pesos (152% más en seis años); 52 millones de pobres (casi la mitad de la población nacional); salarios estancados; aumento de 100% en productos básicos; ocho millones de jóvenes sin trabajo; déficit de empleo de cerca de 5 millones en el último sexenio, y una violencia que ha dejado 150 mil muertos, 10 mil desaparecidos y 250 mil desplazados, según datos de organizaciones sociales.
Peña Nieto tiene ante sí un panorama sumamente complicado, heredado por los gobiernos del PAN y el PRI, y lo que menos se necesita es recrear las viejas fórmulas de poder basadas en el compadrazgo, las dádivas, la corrupción y la impunidad.
La intención de fondo de tener el control político, social y policiaco del país, nuevamente desde la Secretaría de Gobernación, como se hacía hace tres sexenios, es una iniciativa rebasada por la propia realidad.
Los tiempos de la mano dura y la censura con los que parece llegar el grupo peñista al gobierno han quedado atrás por una generación de jóvenes que se formó en los últimos 12 años en los que el PRI no gobernó.
Los nuevos y viejos problemas que enfrenta el país, así como la galopante violencia del crimen organizado y la guerra que le declaró Felipe Calderón, además de la creciente migración centroamericana, el abandono a la juventud (mayoritaria en el país), el olvido al que ha sido orillado el campo y el aumento de los grupos del crimen organizado, no serán resueltos si no hay un programa integral y de largo plazo del gobierno, lo cual no se ve en Peña Nieto y su equipo de gobierno compuesto por una clase política vieja, acostumbrada a defender sus propios negocios e intereses.
La desilusión y desánimo que dejaron Vicente Fox y Felipe Calderón en esta fracasada transición a la democracia es parte de la herencia que le dejan a Peña Nieto, quien no llega con las mejores cartas para gobernar, sino a un país con un tejido social roto.
El ex gobernador mexiquense no llega fuerte ni con un plan de gobierno de perfil social, sino con un programa financiero y de seguridad pública con el que pretende dar una imagen de que México recuperará la paz y tranquilidad pública perdida en los últimos ocho años.
Y si mantiene la misma estrategia militar y policiaca de Calderón para atacar el problema del crimen organizado, la violencia permanecerá o aumentará, y con ello el numero de víctimas.
La mano dura o el control de los medios difícilmente podrán funcionar como base de una estrategia de gobierno ante una sociedad que, a pesar de no estar totalmente organizada, ya no es dócil ni presa fácil para el engaño en lo que respecta a los medios de comunicación, principalmente las televisoras, socias de Peña Nieto en el ejercicio del poder.
No será con trucos políticos, manejo de imágenes y control de la información como se podrá gobernar el país, si es eso lo que pretende Peña Nieto y su equipo comandado por Luis Videgaray, acompañado por Manlio Fabio Beltrones y Emilio Gamboa desde el Congreso de la Unión.
Si no se ven acciones inmediatas de gobierno, como la investigación de actos de corrupción y complicidad con el crimen organizado, lo que veremos con el gobierno peñista es "pan con lo mismo".
Lamentablemente lo que se perfila es que no habrá cambios de fondo, sólo de maquillaje, y el país habrá de esperar la llegada de nuevos dirigentes sociales que hoy están en plena formación.
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