Hay un detalle que pocos conocen del sábado 3 de diciembre de 2011, día en que en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara Enrique Peña Nieto no pudo mencionar correctamente tres libros, con sus respectivos autores, que hubieran marcado su vida. Unos minutos antes de que el entonces aspirante priísta llegara al salón de la FIL donde conversaría con la prensa, se apersonó en ese lugar un guarura. Este habría pasado inadvertido –todo mundo sabe que los guaruras forman parte del natural paisaje de un político– de no ser porque sin decir nada, de repente el individuo comenzó a poner unos postes metálicos de esos que tienen una cinta de lona que se extiende al gusto para marcar por donde hay que hacer una fila o, en este caso, para delimitar un área.
Alguien tuvo la peregrina idea de intentar poner una barrera entre el pequeño estrado en que estaría Peña Nieto y las sillas que ocuparíamos los periodistas. Como es común que a la FIL asistan desde jefes de Estado hasta premios Nobel, pasando por importantes personajes de todos los ámbitos, los reporteros ahí reunidos protestaron, nadie recordaba algo parecido. Y el mensaje implícito era lamentable: ¿había que proteger al precandidato de la prensa?
En esas estábamos cuando personal de la FIL se hizo presente y, con buen juicio, ordenó al guarura que diera marcha atrás a su intento por tender una frontera entre reporteros y candidato. Lo demás es historia, y se volvió historia por la no-respuesta de Peña Nieto, no porque alguien de la prensa haya hecho algo más que preguntar.
Casi un año después un, permítanme llamarlo así, “guarura” de Peña Nieto sí logró su cometido. De cara a su juramento como mandatario, quisieron aislar al Presidente electo de la gente de la Ciudad de México y los resultados están a la vista. La muralla instalada este domingo en los alrededores del palacio de San Lázaro, el Muro de la Candelaria podríamos llamarlo, provoca varias preguntas.
Nadie quiere que se exponga al Presidente, en funciones o electo, a riesgo alguno. Ni que se permita el caos o la anarquía. Pero una de tres: o no sabemos algo que las autoridades sí –es decir que la amenaza de desorden es mayúsculo como mayúsculo luce el cerco–, o hay una desproporción entre lo que debería ser un operativo de este tipo y lo que vemos en los alrededores de San Lázaro desde el domingo, o hay gente en el entorno del Presidente electo que no pudo o no quiso negociar las condiciones para que este acto, simbólico como casi ninguno en una presidencia, no se convirtiera en uno que podría quedar marcado por el descomunal despliegue policiaco, muro incluido.
Enrique Peña Nieto ganó una elección con las ventajas que le da un sistema injusto que todos los partidos crearon y que los ciudadanos hemos validado porque es, hasta ahora, a lo más que hemos podido llegar. Faltan cosas por corregir en nuestro sistema pero lo logrado electoralmente no es poca cosa. Aun así, las vallas que aparecieron el domingo, junto con a todas luces prematuro cierre de varias estaciones de transporte público, contrastan totalmente con un pacífico proceso electoral que durante meses, y sobre todo en su momento cumbre –en el día de los comicios– no registró ni un solo evento de violencia en todo el país. ¿Cómo puede ser este muro de la Candelaria algo que tenga que ver con el 1 de julio? ¿De dónde surge, a quién se le ocurrió?
Hay que decir lo obvio: las protestas son legítimas. El manifestar descontento también. Pero parece que hemos caído en un callejón sin salida. Unos gritan desaforadamente, los otros responden con un cerco. ¿Y la política? ¿Quién está encargado de negociar? Por lo visto en las últimas horas, esta vez van ganando los guaruras.
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"De los pacíficos salvame San Guarura"
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