La ilusión es que el 1º de diciembre despertamos en Marte: un lugar que, para bien y para mal, no se parece al México de los últimos doce años. En el pasado reciente creíamos, con una mezcla de asombro y resignación, que nuestro país se creaba y destruía cada seis años, conforme a una suerte de tiempo cíclico prehispánico que en realidad obedecía a las manías y obsesiones del presidente en turno. En la lógica del antiguo régimen, esta renovación sangrienta era la condición necesaria para un exitoso traspaso del mando. Los doce años de gobiernos panistas nos arrebataron ese ritual de iniciación que hoy se ha vuelto más ostensible que nunca.
Si, conscientes de su decisión o manipulados por los medios, una amplia mayoría de ciudadanos eligió a Enrique Peña Nieto como presidente, fue justo para clausurar del todo una era de buenas intenciones, errores garrafales y esperanzas traicionadas, y retornar a una de resultados concretos, demostraciones de fuerza y unanimidad a toda costa, y al menos durante esta primera semana el PRI no los ha decepcionado. A diferencia de Fox, cuya inexperiencia se enmascaraba bajo la fiebre democrática, o de Calderón, que siempre gobernó a la defensiva, como escondido en un búnker, Peña Nieto no dudó un segundo en establecer los nuevos -que son viejos- modos de ejercicio del poder, tanto en términos simbólicos como reales, muy reales.
Primer cambio: la operación política. Tras doce años marcados por la incapacidad de los panistas para obtener un solo acuerdo de calado, en menos de 48 horas los priistas habían logrado sentar las bases de un compromiso nacional suscrito por las tres principales fuerzas políticas -o, en el caso del PRD, al menos por la corriente que domina su burocracia-, anunciado con bombo y platillo por un sonriente Peña Nieto. Más allá de que falte revisar la financiación y ejecución del acuerdo, lo increíble es que el PRI haya negociado en unas semanas lo que PAN no consiguió en doce años.
En segundo lugar, el discurso. Secuestrados por su propia retórica -la del cambio, en Fox, y la de la guerra, en Calderón-, los panistas jamás dominaron el sutil arte de la manipulación política, esa habilidad para decir una cosa y ocultar otra, enviar mensaje cifrados y apostrofar a distintos actores en un solo párrafo. Católicos recalcitrantes, Fox y Calderón fueron siempre literales: para ellos el cambio era el cambio, aunque no lo pusieran en marcha, y la guerra la guerra, con sus sesenta mil muertos, sin ambages ni adjetivos. En su primer mensaje a la nación (poco importa quién lo haya escrito), Peña recuperó ese olvidado talento para dirigir señales múltiples, amenazar y contentar a aliados y enemigos, y seducir a la opinión pública, todo hilado con una nueva palabra clave, eficacia, que puede significar cualquier cosa.
Sorprendiendo sólo a quienes habían olvidado el temple priista, Peña dijo lo que tenía que decir: puso en la mira a los "poderes fácticos" con los que se alió durante su campaña -las televisoras, Elba Esther Gordillo, etc.-, ganándose el aplauso colectivo, y apuntaló la idea de que la eficacia depende de una mayor concentración de poder. Aunque su partido quedó lejos de la mayoría absoluta en las cámaras, su visión parece mantener ese anhelo de unanimidad. Una unanimidad que en estos días le han concedido, peligrosamente, todos los medios mainstream.
La última sorpresa de este nuevo México es la violencia urbana y la represión policíaca. Durante los últimos seis años, la guerra contra el narco nos acostumbró a los tiroteos y descabezados en cualquier parte del país, menos en la ciudad de México. Ni siquiera en 2006, cuando los ánimos estaban más caldeados, el descontento derivó en vandalismo. Desde antes del 1º de diciembre, la ciudad había sido amurallada, como si alguien previese lo que al final ocurrió. La sensación, sin embargo, es la contraria: que la policía del DF y la PFP no supieron resistir adecuadamente a los provocadores ni respetar el derecho a protestar.
Los videos de numerosos testigos -quedó atrás la represión invisible- no dejan lugar a dudas: manifestantes pacíficos son detenidos mientras sujetos armados con cadenas y herramientas (según las versiones oficiales, encargados de montar las vallas) pasean libremente por las zonas restringidas. La unanimidad sólo es posible en Marte, donde no hay vida. Si el gobierno de Peña quiere seguir disfrutando del aplauso por decir lo que debe decir, ahora tendría que escapar de su guión y hacer público un informe pormenorizado en el que -al lado de Mancera- aclare qué pasó exactamente el 1º de julio: quiénes y cómo fueron detenidos, qué pruebas hay en su contra, quiénes eran esos trabajadores con cadenas y quién y cómo diseñó el dispositivo de seguridad, así como asegurarse de que los inocentes abandonen la cárcel y los responsables de actos autoritarios sean castigados. Sólo así podríamos creer que México en verdad despertó convertido en un país distinto.
twitter: @jvolpi
Leído en http://www.elboomeran.com/blog/12/jorge-volpi/
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