"¡Juan!", gritó una voz a mis espaldas. Lo que dijo después me asustó: "¡Vine aquí por ti!". Estábamos en los urinarios del Palacio de los Deportes. Alguien había ido ahí por mí. Una situación comprometedora.
Guardé silencio mientras el otro explicaba que descubrió a Bruce Springsteen hace 34 años en los programas que le dedicamos en El lado oscuro de la luna. Pasé del espanto a la emoción. Entonces el desconocido habló como un oráculo: "El tiempo es un tipo muy extraño".
Supe por primera vez de Springsteen en 1975, cuando su compañía lo presentaba como el "nuevo Dylan". Él se opuso a esa operación de marketing, durante tres años no pudo grabar, le pasó "Because the Night" a Patti Smith, permitió las grabaciones pirata de sus conciertos y le dio la mitad de sus ganancias a la E Street Band. Esta integridad al margen del consumo lo confirmó como El Jefe del rock. La industria no pudo doblegarlo. En 1978, el cronista de los destinos que se quiebran en las carreteras regresó con Darkess on the Edge of Town.
Por avatares extraños, El Jefe no había venido a México y el 10 de diciembre condujo al éxtasis a un público que lo aguardaba desde hacía más de 30 años.
A la tercera pieza, el cantante mostró una excepcional confianza en el género humano: se lanzó sobre el público y fue cargado por una marea de manos solidarias. En una de las pantallas que agrandaban los detalles de la épica distinguí a un conocido: Roy Estudillo sostenía la bota del cantante.
En 1980, Roy y yo vimos a Sprinsgteen por primera vez, en el Madison Square Garden. John Lennon acababa de ser asesinado y Roy temía que El Jefe recibiera un balazo. Fue la primera señal de que se convertiría en un profesional de la paranoia.
Una vez a la semana, Roy manda correos sobre las nuevas tretas de los ladrones y la corrupción de la izquierda (su mente no distingue entre los asaltantes que marcan casas con códigos abstrusos y la izquierda que quiere ganar las elecciones para quedarse con esas casas). Pertenece al ámbito de los rockeros que conciben el paraíso como un rancho con cercas electrificadas, espléndido equipo de sonido y un rifle 30-06 para recibir a los enemigos de su libertad.
Juan Pardinas, compañero de estas páginas, y Ximena, su esposa, llegaron al Palacio con suficiente anticipación para apoyarse en la valla que demarcaba nuestro perímetro. Cuando pasas cuatro horas de pie, una valla es un alivio ortopédico; además, limitaba el pasillo por el que iba a circular Springsteen. Juan y Ximena nos hicieron un hueco providencial y mi hija Inés y yo pudimos tocar al cantante con una emoción primaria, equivalente a un contacto con otra especie; la camisa empapada fue como la aleta de una ballena gris.
Inés me distrajo de los recuerdos que insistían en llegar a mí. A los 11 años, ella ignoraba la prehistoria del rock (al ver un acetato preguntó: "¿qué son estas rayas?"). A los 12, tiene una agraviante erudición (cuando le dije que estaba muy chica para ir sola a un concierto de heavy-metal, me corrigió: "Slash es ¡hard rock!").
"Otra canción y me desmayo de felicidad", dijo Inés. Esto me tranquilizó porque yo atravesaba uno de esos momentos en que tratas de convencerte de que el agotamiento no se debe a la edad sino al exceso de emoción.
Pero nadie escapa a su pasado. "You can't forsake the ties that bind", diría Springsteen. Concluida la gesta, fui al baño. Esta vez yo asusté a alguien por la espalda: "¡Roy!".
Mi amigo contestó con la voz ronca de quien ha gritado durante tres horas: "Traigo puesta la sudadera".
En 1980 compramos la sudadera oficial de la gira de Springsteen. "La tuya no duró ni un año", recordó Roy. En efecto: en 1981 me robaron mi vocho con esa prenda de honor. "Por eso odio a los ladrones", añadió. De manera sorprendente, la paranoia que articula su vida se remontaba a ese hecho. Roy no quería que su vida se arruinara como la mía.
Me pareció oportuno preguntarle si nunca lo habían asaltado. Confieso con vergüenza que me tranquilizó saber que lo han atracado muchas veces. "Pero no se llevaron la sudadera", agregó en contra mía.
"Te voy a decir algo sólo porque estoy emocionado". Explicó que tiene un cuadro de la Virgen de Guadalupe; en la parte de atrás, guarda su sudadera: "Pasado mañana voy a dar gracias a la Basílica".
Afuera lo aguardaba una chica de unos 30 años. "Mi novia", dijo Roy. ¿También la Virgen era responsable de que tuviera una novia más joven que su sudadera?
Un golpe de viento me cimbró de frío. Recordé aquella prenda perdida. La música hurga en los recuerdos; creí estar ante una parábola sobre el fetichismo de la memoria: Roy vivía para salvar lo que yo había perdido. Todo podía desplomarse a su alrededor, menos ese objeto central. Hay cosas que tardan en entenderse; por primera vez, su paranoia me pareció entrañable.
Reconocí a la distancia al hombre que me había asustado en el baño. Estaba feliz por el concierto. Lo saludé con la "V" de la victoria.
"¿A quién saludas?", preguntó mi hija. "Al tiempo", dije: "Un tipo muy extraño".
Leído en http://www.educacioncontracorriente.org/index.php?option=com_content&view=article&id=67559:un-tipo-extrano-juan-villoro&catid=14:maestros
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