jueves, 27 de diciembre de 2012

José María de Loma - Fin de año

José María de Loma
Fin de año

No sabía si encender la luz o tomarse un café. Como cada 31 de diciembre decidió hacer balance de su vida en ese año: cincuenta discursos. En el Parlamento, en Nueva York, en un foro internacional, en Chile, en Macao, incluso en un estadio y hasta en una comunidad de vecinos. Pero siempre para otros. Pensaba en eso. Y en el número de langostinos ingeridos en el año, en las tres analíticas para el colesterol, en el número de cigarrillos (anotados en su diario meticulosamente) en los kilos de corbatas adquiridas en mercadillo clandestino y en el total de jornadas en las que granizó: dieciséis. No era mal balance, de hecho el año anterior granizó solamente catorce veces y perdió tres paragüas y dos diéresis.



El escritor de discursos encendió un habano falso que resultó ser de Venezuela, eligió un traje negro de entre los diez trajes negros que tenía en el armario y se sentó a repasar el borrador que tenía preparado. Pero no había luz y tampoco café y aún faltaban tres horas para su cita. No importaba, sabía el discurso de memoria. Abundó en el balance vital: tenía más pelo, se le había curado la miopía, rompió con Marta, se lió con una compañera de trabajo tres veces y salió de copas veinte noches en el año. Había echado gasolina cuarenta y seis veces y necesitó entrar a orar en una iglesia en dos ocasiones. Bueno, una. La otra entró porque estaba lloviendo. Aprendió qué significa zurupeto e incluso conoció a uno en un taller de chapa y pintura. Viajó poco este año en comparación con otros: un almuerzo en Redondela o Vigo; un fin de semana en Conneticut; la Semana Santa en Okinawa, dos días en Coimbra y una escapada rural, un puente, en Frigiliana. Siempre se había preguntado cómo sería la primavera en Alaska, por qué se llama Alberta una región de Canadá, si todo el mundo se conoce en Islandia y si acaso la visión del sol de medianoche te cambia la vida. Pero eran preguntas que continuarían sin poder ser respondidas por el escritor de discursos.

Al igual de por qué hoy se escribe con hache y ayer no. O si no era un gasto inncesario ponerle dos enes a innecesario. Como cada año en 31 de diciembre recordó las veces que había llamado a un antiguo amor: trece; el número de ocasiones en las que tuvo que devolver un arroz por duro: dos. Todos esos datos los tenía anotados meticulosamente en un diario. Un diario voluminoso en el que la última estadística era el número de veces que se había sentado a escribir en él: 364. Faltaba una, pero hoy no iba a hacer los deberes. Se acercaba la hora del discurso. Estaba ya bastante oscuro y su cuerpo seguía sin café. No importaba. Bajó camino de su foro y su audiencia, que no era otro que el salón de su casa y su propia y amplísima ex familia y familia. Saludó, garraspeó, se tocó el nudo de la corbata en acto reflejo y nervioso, sacó del bolsillo el folio con el discurso y lo dijo. Alto, claro y sereno. Nadie daba crédito. Estupor. Incredulidad. Murmullo. Pero era cierto.Y esta vez lo había pronunciado y dicho él mismo. Y no habría vuelta atrás.

Leído en http://blogs.opinionmalaga.com/elblogdejosemariadeloma/2010/12/31/cuento-de-fin-de-ano/

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