Los jardines fueron siempre el centro estético de los principados. Cuando Maximiliano aceptó el trono de México, no olvidó incluir en su séquito al joven botánico a cuyo cargo se hallaban los jardines de Miramar: un emperador necesita un jardín que refleje su grandeza y simbolice su prestigio. Wilhelm Knechtel tenía 32 años la madrugada en que desembarcó de la fragata Novara en el puerto de Veracruz. Dominaba seis idiomas, era curioso, algo entrometido y solía tomar nota de todo lo que miraba. Por ejemplo: que el día en que Maximiliano y Carlota fueron a conocer el castillo de Chapultepec, lo primero que la emperatriz encontró fue la imagen de un soldado que, abstraído en la plantación de una cactácea, mostraba, sin quererlo, a Su Majestad, la raya de las nalgas.
Knechtel escribió unas memorias que siglo y medio después aparecen por primera vez en español (Las memorias del jardinero de Maximiliano, INAH, 2012), y originalmente fueron publicadas entre 1906 y 1908 en una revista alemana. Esos apuntes constituyen un relato enteramente nuevo sobre “la vida en México” entre 1864 y 1867 y se agregan, ampliándolo, al abanico de miradas que otros protagonistas —Paula Kolonitz, Samuel Basch, Alberto Hans, la princesa Salm-Salm y José Luis Blasio, el secretario particular de Maximiliano, son algunos de ellos— dedicaron en su oportunidad al Segundo Imperio.
Las memorias, género por lo regular despreciado en México, constituyen una poderosa forma de literatura. Wilhelm Knechtel nos arrastra de la mano a un país tan desconocido entonces para él, como el siglo XIX lo es ahora para nosotros. El jardinero desembarca una madrugada lluviosa en el puerto de Veracruz —nadie acude a recibir a la pareja imperial, lucen solos el malecón y los alrededores del embarcadero— y recibe la orden de adelantarse en diligencia a la capital del país, en donde va a efectuarse la recepción oficial del emperador. La primera sorpresa para el lector de hoy es la descripción del camino —que al mismo tiempo es la de todos los caminos de México en ese tiempo: la ruta está llena de esqueletos y huesos de animales reventados. “Cuando cae un caballo o una mula, es arrastrado unos pasos hacia la lateral y allí lo dejan sin enterrarlo. Y en seguida los zopilotes se lanzan sobre el apacentamiento”, escribe el jardinero. Alguien le informa entonces que en México matar zopilotes está penado por la ley, pues éstos “contribuyen a la limpieza de las ciudades”.
Al igual que los viajeros de todas las épocas, Knechtel sufre la extrañeza, la novedad, la fascinación de México. Le escandaliza el estado del Palacio Nacional —“un venerable y viejo edificio con mil cien habitaciones”, escribirá luego el propio Maximiliano—, en el que no hay una recámara digna de albergar a los nuevos gobernantes. En 1864 el Palacio es una suma de cuartos vacíos y paredes sin adornos, donde viven “soldaderas y un montón de chusma”. En ese mundo, mezcla de vecindad y antesala burocrática, se aglutinan los ministerios, el Correo, la imprenta estatal, la Casa de Moneda, y además hay museos, cuarteles, prisiones y un jardín botánico. El negligente general Almonte, se queja el jardinero, no tuvo siquiera la precaución de hacer comprar un mobiliario.
Knechtel encuentra afuera del Palacio calles cubiertas de polvo y excremento, sin pavimentar; y en los suburbios, “edificios que parecen chozas”. Le sorprenden los acueductos coloniales, llenos de reventazones, que derraman chorros de agua en sus puntos deteriorados; mira con interés a los aguadores y los evangelistas, “a los que las damas confían los secretos más íntimos”; advierte que las dos grandes pasiones de los mexicanos son el pulque y los juegos de azar, y confiesa que las mujeres indígenas que cargan a sus pequeños en la espalda, “y les dan el pecho, en forma de botella, incluso por encima del hombro al caminar”, le resultan chocantes. Imagen de un país: frente al Arzobispado encuentra a un soldado que hace guardia: tiene “un rifle del siglo pasado, equipado con una impresionante llave cuyo elemento principal, la piedra de chispa, estaba ausente”.
Como Juan de Vieyra un siglo antes, el viajero de 1864 se maravilla con la profusión de frutos desconocidos que, olorosos y brillantes, encuentra en el mercado. Botánico al fin, recorre los puestos consignando el nombre científico de los productos: persea gratissima el aguacate, pasiflora esculenta la granada, mangifera índica el mango (más tarde llamará taxodium distichum a los ahuehuetes de Chapultepec).
Maximiliano y Carlota hacen su entrada a la ciudad el 12 de junio de 1864, a través de una sucesión de arcos triunfales a medio terminar (sólo serán concluidos dos semanas más tarde, “cuando el suceso ya pasó”). Aunque todas las casas están adornadas con flores, el jardinero real advierte “poco entusiasmo espontáneo y mucha indolencia”. El pueblo apenas se divierte con los fuegos artificiales que representan la fragata Novara y el castillo de Miramar.
Maximiliano odiará también aquel Palacio donde se siente “como encarcelado”. Las chinches no lo dejan dormir. El ruido de la plaza y el tañer de las campanas le impiden el descanso. Tres días después de su llegada, en compañía de su arquitecto (Julius Hofmann) y su jardinero, llega a Chapultepec a planear las remodelaciones que habrán de convertir el edificio en residencia imperial (Miravalle: el equivalente de Miramar). Sus Majestades descubren con desaliento que el Castillo, abandonado desde la invasión norteamericana, tiene las paredes descarapeladas, los pisos llenos de agujeros, las cerraduras arrancadas de las puertas. Recelo, indiferencia, atraso, abandono: ése es el imperio que han de gobernar.
Knechtel recibe la encomienda de diseñar un jardín privado lleno de árboles y plantas raras, exóticas, plagadas de florescencias: el Schönbrunn de México. Escribirá Manuel Payno: “En las cuentas de la lista civil, aparecen cada mes sumas de 4, de 6, de 8 y hasta de 11.000 pesos, gastados en los jardines de Chapultepec”. Sumergido en la tarea de materializar los sueños del emperador, el jardinero real permanece ajeno a la realidad política que mantiene en llamas al país. La guerra contra la intervención es algo que resuena vagamente en sus memorias, mientras él hace anotaciones sobre la flora y el clima, acompaña a Maximiliano en sus viajes por Orizaba, Jalapa, Tlaxcala y Puebla, y realiza excursiones de exploración botánica en Tacubaya, Xochimilco, Teotihuacán, Azcapotzalco.
Knechtel advierte, sin embargo, que en algunos momentos de angustia, prefigurando su locura futura, la emperatriz se pasea silenciosa, con las manos en la espalda y la punta de un pañuelo colgándole de la boca. “Todas las puntas de sus pañuelos las había agujerado, royendo”, escribe Knechtel.
Por orden del emperador, el jardinero viaja a Cuernavaca, con la instrucción de levantar, a la sombra de los plátanos, y sin alterar la naturaleza, un nuevo sitio de reposo para la pareja imperial.
De ese modo llega el fin. En uno de sus viajes a la ciudad de México descubre que se han abierto incontables casas de juego. Alguien le indica que siempre ha sido así, que la ciudad se llena de garitos “cuando la situación política del país indica un cambio de gobierno”, que la búsqueda de la fortuna en el juego es la reacción espontánea ante la zozobra de los otros azares, los políticos.
En otro viaje —Carlota ha enloquecido después de su entrevista con Napoleón III y el papa Pío IX; Maximiliano ha salido ya rumbo a Querétaro— descubre que las plantas más bellas y exóticas del jardín de Chapultepec han sido robadas, y que el ministro de la Casa Imperial, Carlos Sánchez Navarro, adelantándose al derrumbe del imperio, ha ordenado que éstas sean plantadas en su propio domicilio.
El 21 de marzo de 1867 Maximiliano ordena que sus archivos sean llevados a Veracruz, y que todo lo que resulte demasiado voluminoso o demasiado insignificante sea quemado. Knechtel queda atrapado en la ciudad de México, y en la parte climática de sus memorias consigna día por día las noticias, los rumores, el cierre de comercios, la escasez de alimentos, el tronar de los cañones que acompaña el sitio de México. “Aunque las calles de la ciudad quedaron desiertas y tristes debido al cierre de los comercios, en la Alameda se desarrolla un animado ir y venir de paseantes al son de la banda de música de los Húsares Rojos… Es un fenómeno bastante raro; aquí hay entretenimiento, mientras los cañones tiran sus proyectiles sobre la ciudad desde las garitas, y los truenos cubren la música sonora de la charanga”.
Todo ha terminado. El 21 de junio de 1867 el jardinero real escribe: “Hoy en la mañana los liberales entraron en la capital y el imperio dejó de existir. Nunca en mi vida he estado tan triste y deprimido como hoy al enterarme de la noticia de que habían fusilado al emperador el 19 de junio a las siete de la mañana en Querétaro”.
En las calles, las damas de sociedad visten de luto, “como manifestación explícita contra la muerte del emperador”. Pasan carretas con carne fileteada, para que cualquiera se sirva un trozo gratuitamente y recupere las fuerzas después de los días de hambre que dejó el sitio. Los conservadores se esconden. Comienza la desbandada de la aristocracia imperial. Knechtel logra cruzar las garitas, rumbo a Veracruz. “Así cayó el telón”, escribirá después.
Muchos años más tarde escribe unas memorias destinadas al futuro, que hoy nos dejan viajar en sentido inverso para llegar directamente hasta él, y caminar a su lado en el interior de un nuevo retrato, una fotografía de México.
Autor:
Héctor de Mauleón. Escritor y periodista. Autor de La perfecta espiral, El derrumbe de los ídolos y El secreto de la Noche Triste, entre otros libros.
Fuente: Revista Nexos Mayo 2013
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