viernes, 31 de mayo de 2013

Jorge Volpi - La vida en México

Nacidos en 1932 y 1939, mis padres pertenecen a la generación cuyas ilusiones sobre sí mismos -y el futuro de nuestro país- se forjaron durante el llamado milagro mexicano de los cincuenta. Hijo de un italiano que había combatido al lado de Pancho Villa durante la Revolución, mi padre siempre reivindicó como su primer orgullo haber sido el primer miembro de su familia en convertirse en "profesionista" -una palabra que hoy suena casi anticuada pero que entonces acarreaba consigo no sólo las esperanzas de una vida más o menos confortable, sino de una respetabilidad que resultaba aún más relevante en términos simbólicos.
            Formado en el rigor académico de la vieja escuela clínica francesa, mi padre obtuvo su título de médico cirujano en la Universidad Nacional Autónoma de México en 1956, una institución que no abandonaría sino hasta el momento en que las normas burocráticas lo obligaron a jubilarse luego de haber sido profesor a lo largo de treinta y siete años. Para ser sinceros, a mi padre nunca le importó el dinero: lo único que le apasionaba era la cirugía (su mayor placer consistía en operar por la tarde mientras escuchaba música clásica), su familia y sus pequeñas aficiones: Victor Hugo y los grandes novelistas franceses del siglo XIX, la ópera italiana, Agustín Lara y colorear pequeñas figuras femeninas de plomo -una colección de desnudos que no dejaba de contrastar con su férreo conservadurismo y que aún constituye la principal atracción turística de su vieja casa en la colonia Postal.




            Convencido de su vocación humanista y de servicio, se consagró a ejercer su trabajo en el ISSSTE y, a diferencia de muchos de sus colegas, jamás quiso montar una consulta privada, convencido de que su labor en la medicina pública -y su ingreso en la Academia Mexicana de Cirugía- le garantizarían una vida tan interesante desde el punto de vista profesional como apacible desde el económico. Aun así, no dejó de participar en el movimiento médico de 1966 y atestiguó la represión del 68 desde la Clínica Tlatelolco. Cuando en esa misma época al fin se casó con mi madre, secretaria trilingüe de una empresa española, estaba convencido de que su trabajo ímprobo, que realizaba con toda su energía, le reservaría una vida más o menos tranquila en los años venideros.
            Hasta que se sucedieron las crisis de 1976, 1982 -acaso la más devastadora para esa incipiente clase media ilustrada-, 1988 y 1994, y las ilusiones de progreso se desvanecieron de inmediato. Ni con tres trabajos simultáneos -en el ISSSTE, la UNAM y el Departamento del Distrito Federal- mi padre acumulaba lo suficiente para darse lujos de ningún tipo, que por otro lado nunca le importaron. Cuando por fin decidió abandonar la cirugía, convencido de que sus dedos, otrora ejemplo de una agilidad de concertista, ya no respondían a sus designios, obtuvo una pensión que por pudor no pienso airear, pero que traducida a términos europeos lo convertiría en lo que allá denominan un mileurista. Al mirarlo hoy, a sus ochenta y dos años, desengañado por completo de ese sueño mexicano que animó a su generación, me invade una súbita tristeza al comprobar que hoy nada queda de esa fe en el progreso individual y colectivo.
            Hablo de mis padres porque no puedo no hablar de ellos, aunque sepa que no son sino un casos entre miles, los de muchos de sus contemporáneos que, tras esforzarse por darle a este país lo mejor de sus vidas, hoy viven no sólo en la desilusión, sino en la zozobra. Hace unos meses, mis padres fueron víctimas de un primer asalto: el engaño de una banda de vivales que parece especializarse en aprovecharse de los viejos. Un falso operador de Cablevisión tocó a su puerta, los engañó con una credencial chapucera y les robó joyas y aparatos electrónicos mientras un cómplice los distraía frente al televisor.
            Luego, como miles de personas en nuestro país, han debido acostumbrarse a recibir llamadas de individuos que se anuncian como miembros de los Zetas, quienes los insultan y amenazan, haciendo que ya no puedan sentirse seguros en la pequeña casa de la colonia Postal donde viven desde hace más de medio siglo. El último fraude ha sido, sin embargo, el más devastador. Mi madre acudió a una sucursal de Banamex, le entregó su tarjeta a la cajera y cuando ésta se la "devolvió", no reparó en que pertenecía a otra persona y era falsa.
            A partir de ese momento, la trama criminal incrustada en el banco vació sus ahorros de toda la vida en compras de equipos de cómputo y disposiciones en cajeros automáticos -lo que indica que poseían su número secreto y la habilidad de autorizar compras constantes sin que nadie rechistara. En Banamex les han dicho que lo más probable es que en dos meses recuperen su dinero, pero lo que de seguro nadie podrá reintegrarles la fe en la última institución en la que tenían confianza.

Twitter: @jvolpi


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