Viajamos a Islas Marías en julio de 2012 para aplicar poco más de 600 encuestas a los internos de los cinco centros que componen el complejo penitenciario.* Así pudimos conocer un poco sobre la vida en la isla y su funcionamiento, sobre los internos que ahí habitan, sobre sus delitos y sus experiencias en el sistema penal mexicano y sus prisiones.
Escuchar las historias de vida, mirar los opresivos espacios de exclusión construidos en medio de lo que podría ser un paraíso termina por deprimir a cualquiera. La división entre lo bueno y lo malo, la distinción entre víctima y victimario no podía ser más borrosa. Pero nosotros, a diferencia de nuestros sujetos de estudio, teníamos la certeza de salir de ahí en unos días.
Hay dos formas de llegar a Isla Grande, la principal del archipiélago que forman las Islas Marías: en barco o en avión. Varios barcos arriban a la isla cada semana, pero el barco de la Marina, que llega una vez a la semana, es el que transporta a los visitantes que entran y salen de la isla. Ese navío zarpa desde Mazatlán y toma unas 12 horas en llegar. El viaje se hace de noche y quienes lo han hecho dicen que es muy incómodo, ya que se trata de un barco de carga y no cuenta con instalaciones para transportar personas. El viaje hay que hacerlo sentados en cubierta, a merced del clima. Nosotros fuimos privilegiados: pudimos llegar en avión.
La bienvenida a la isla fue al son de gritos por parte de un custodio que nos repetía las instrucciones que ya antes habíamos recibido: “Van a formar una fila para que revisemos sus pertenencias. Van a pasar a que les hagamos una revisión de sus personas. No pueden ingresar aparatos electrónicos ni cantidades de dinero mayores a tres mil pesos. Saquen sus identificaciones, no pueden ingresar con ellas. Señorita, párese ahí”. Y así, parados bajo el sol, esperamos a que revisaran cada una de nuestras pertenencias. 40 minutos después observaba cómo otro custodio acalorado goteaba sudor sobre mi ropa mientras volteaba cada camisa y prenda interior para asegurarse de que no hubiera entre mis cosas objetos prohibidos. Mientras lo miraba, me preguntaba cómo sería el arribo para los familiares de los presos que llegan semana con semana en el navío de la Marina a Balleto, el puerto principal de la isla. De ahí pasamos a que nos inspeccionara una de las custodias: “Levántese el brasier. Sacúdase las pantaletas. Quítese los calcetines”.
Las Islas Marías no son el edén penitenciario en el que muchos piensan cuando imaginan esas islas en el Pacífico. Ciertamente, alguna vez, la Isla Madre fue una colonia penitenciaria en la que los presos vivían en pequeñas casas junto con sus familias, cultivaban la tierra, fabricaban artesanías o trabajaban en los servicios del lugar. La vida de esos reos era menos que aceptable pero entonces vestían de civiles y andaban libres en casi toda la isla. El paso de los huracanes y el elevado costo de mantenerla y controlar lo que ahí sucedía fue haciendo inviable su sostenimiento y poco a poco los presos liberados y sus familiares volvieron a tierra firme. Las autoridades dejaron de mandar nuevos internos. Las casas se derrumbaron, las tuberías se oxidaron y la isla quedó prácticamente deshabitada. A principios del gobierno de Felipe Calderón había aproximadamente 900 presos. Durante el sexenio, sin embargo, se dio nueva vida a este proyecto del porfiriato con la construcción de nuevos centros y el traslado masivo de presos a ellos. Las casas de los antiguos reos fueron rehabilitadas y convertidas en casas para el nuevo personal. La ropa de civiles fue cambiada por uniformes numerados color beige y las familias fueron deportadas de la isla.
Los más de ocho mil internos de la isla viven hoy en dormitorios de hasta 200 personas (aunque el promedio de personas por dormitorio, según la encuesta del CIDE, es de 20) y se ajustan a estrictos horarios y rutinas. Las carencias son transversales e incluyen falta de trabajo y de actividades, enormes dificultades que enfrentan para recibir visitas de familiares, mala comida, escasez de agua potable y bebible, e imposición de castigos excesivos y no reglamentados.
La administración de la isla no es sencilla. No podría serlo, pues mantener a los ocho mil presos, junto con aproximadamente 800 personas que integran el personal, implica importantes costos. Éstos van desde el transporte de comida y del personal a la isla, la recolección de basura y la desalinización de agua, hasta el pago de los guardias de seguridad. Todos esos servicios son proveídos por contratistas privados. El negocio no es menor.
El primer centro que visitamos fue el de Rehilete, donde viven las internas. A diferencia de los otros centros, éste está cercado por una doble maya de púas. En un pequeño espacio sin vegetación viven cerca de 400 internas que comparten cinco baños y pequeños dormitorios con literas y sin ventilación. El único espacio para estar fuera de los dormitorios es el comedor abierto. Ahí, sentadas en unos bancos redondos de metal, realizamos la encuesta. Entre pregunta y pregunta las internas nos cuentan más de su vida en el penal. En su centro no hay biblioteca ni televisión. A ellas no se les permite, como a los hombres, vender sus artesanías en el puerto principal al que arriban los visitantes y donde se encuentran las oficinas administrativas de la isla. Sólo unas cuantas pueden trabajar fuera del centro. Estas afortunadas van a la granja a darle de comer a los conejos o a las gallinas pero, según dicen, no se les paga por su trabajo. Según una guardia, las restricciones adicionales que sufren las mujeres comparadas con los hombres son por su seguridad: “para que no las molesten y para que no se vayan a embarazar”. Las demás no tienen trabajo o si lo tienen es lavando la ropa del personal o de otras internas, un trabajo que poco tiene que ver con la supuesta vocación rehabilitadora del sistema penitenciario.
Casi todas las mujeres están sentenciadas por delitos contra la salud no violentos. La mayoría son culpables de posesión simple, transporte o narcomenudeo. No tienen antecedentes penales y casi 90% tiene hijos que ahora han quedado al amparo de familiares, si bien les va. “Yo vendía marihuana desde mi casa”. “Yo era novia de unos que andaban vendiendo”. “A mí me agarraron injustamente”. “Yo traté de meter droga al penal en el que estaba mi marido”. Los datos son reveladores, la encuesta mostró que mientras sólo 2% de los internos varones de los centros federales tienen a su pareja en prisión, 22% de las mujeres se halla en esta situación.
El caso de los varones es similar. Casi 60% de ellos está sentenciado por delitos contra la salud. De éstos, 60% lo está por algún delito relacionado con marihuana y 40% por posesión simple. En este caso se trata también de hombres jóvenes con escasa educación. Pero, aunque están sentenciados por los mismos delitos, la vida de los hombres en la isla es distinta. A 40 minutos de viaje por una terracería que bordea un profundo acantilado está el centro Morelos que hospeda a casi dos mil 500 internos. Casi llegando al centro se encuentran las ruinas de la antigua planta desalinizadora, abandonada hace años y donde Pedro Infante habría filmado parte de Las Islas Marías.
Bajamos de los autos entre miradas inquisitivas de internos y custodios. Las vistas del mar desde el centro penitenciario son espectaculares, alcanzando más de 180 grados de visión. Sin embargo, la belleza del lugar es opacada por la inmensa planta tratadora de aguas negras situada en la esquina del centro, ahí donde la costa bordea lo que parece una de las puntas de la isla. La brisa del mar y las elevadas temperaturas hacen que el fétido olor de las aguas negras cubra todo el centro. En los comedores, en el auditorio, en la biblioteca, en los dormitorios y en los espacios abiertos la pestilencia es persistente.
Entramos al antiguo comedor a esperar a los internos que debíamos encuestar. El comedor ha sido convertido en una especie de capilla. Al fondo se encuentran figuras de santos y vírgenes con veladoras prendidas. A lo largo del día los internos entran a rezar y prender las veladoras apagadas. En el otro extremo del comedor, separado por malla ciclónica y pedazos de cartón, está la tortillería que distribuye para toda la isla. El olor a tortillas recién hechas se mezcla con el hedor de la planta de tratamiento de aguas negras. El motor de las máquinas es ensordecedor y el calor que genera hace que estar ahí sea casi insoportable.
Morelos, nos cuentan, es el centro donde primero llegan los internos a la isla. De ahí son clasificados para otros centros, un proceso que puede durar hasta un año. La queja constante es sobre la comida y el agua. “Nos dan puras papas, frijoles, chayotes y pollo mal guisado o descompuesto, todo crudo. Y lo tenemos que comer todo en cuatro minutos.
No más”. La calidad de la comida no sorprende. Las cocinas de este centro —administradas por una empresa privada— deben preparar tres comidas diarias para más de dos mil 500 personas. Sobre todo con el calor de los meses de verano, dicen, los alimentos se echan a perder. En la encuesta 49.4% de los internos dijo que la calidad era mala o muy mala y 40.6% la calificó de regular. Algunos de los presos que llevan más tiempo en la isla consideran que la calidad de la comida era mejor cuando ellos mismos la preparaban —antes del programa de expansión calderonista que aumentó la población de la isla en casi 1000% en cinco años—. Las cocinas entonces eran además una fuente de trabajo para algunos, lo que implica tanto ocupación como ingreso.
“Nos dan dos cubetas de agua al día —dice otro interno—. Imagínese con el calor lo que dura esa agua”. Esta ración debe alcanzar para que cada uno lave su ropa, se bañe, le jale a los sanitarios y se lave las manos. En la encuesta del CIDE poco más de la mitad, 55% de los internos de Islas Marías, consideraron que disponen de agua suficiente para su aseo personal; el resto consideró que la cantidad que les proporcionan es insuficiente. La escasez de agua no es difícil de entender. La isla no cuenta con fuentes de agua dulce y desalinizar el agua de mar es sumamente costoso. Para mantener a los casi nueve mil habitantes de la isla el gobierno federal ha tenido que invertir millones en plantas desalinizadoras y nuevas plantas tratadoras de agua. Sin embargo, esa inversión no es suficiente para abastecer a la población. Más grave aún es la falta de agua para beber. Aunque en la encuesta 62% respondió que tiene suficiente agua para beber, muchos de los internos que entrevistamos reportaron que el agua que consumen no está debidamente tratada, a veces tiene color café, contiene sal y les causa enfermedades gastrointestinales. “¿No la pueden comprar ustedes?”, pregunté. “Sí, pero sólo nos permiten comprar en la tienda cinco artículos cada 15 días. Entonces uno debe escoger entre comprar jabón para lavar la ropa o papel higiénico o agua. Además, ¿con qué dinero? Si no podemos trabajar y luego no podemos recibir los giros que nos mandan. Y luego se terminan las cosas y ya no hay qué comprar”.
En Morelos oímos hablar por primera vez de “La Borracha”, la temida celda de castigo a la que llevan a algunos internos que violan el reglamento de la institución. La celda, nos dicen, es un espacio sucio que carece de ventilación, cuenta con poca iluminación y por escusado tiene un hoyo en la tierra. Ahí permanecen aislados hasta por 90 días. Los castigos no parecen ser cosa excepcional en la vida de la isla. De los internos que encuestamos, casi 50% dijo que lo habían castigado alguna vez en la institución. Entre los castigos que nos mencionaron están el realizar jornadas de trabajo extra, aplazar las llamadas a familiares, la suspensión de “estímulos” como el deporte, recibir golpes, el traslado a un módulo especial y el aislamiento. El castigo más común es el aislamiento. 30% de los encuestados en Islas Marías dijo que recibió este tipo de castigo. De ellos, 23% dijo que el aislamiento fue por más de 20 días. A muchos los castigos les parecen arbitrarios. Pocos de los internos conocen el reglamento y consideran que las reglas se transforman conforme cambia el director.
Laguna del Toro —donde según reportaron los medios inició el motín de principios de febrero— es el que más carencias tiene en términos de servicios e infraestructura. En este centro nos sentamos en cubetas, en bancas hechas con pedazos de madera o sillas desvencijadas para leer la encuesta. Los pisos son de tierra y, a diferencia de los otros centros, las construcciones están desportilladas. Se percibe olor a estiércol y pocos son los guardias que se pueden ver. Los internos seleccionados para la encuesta se aparecen nerviosos, temiendo que responder a las preguntas que hacemos les implique algún tipo de castigo. Otros, viendo la oportunidad, llegan a ofrecer sus artesanías. Aquí, al igual que en Aserradero y Bugambilias, otros dos centros de la isla, los internos hacen artesanías de conchas y madera. En este centro duermen en grandes galeras o en casitas que comparten con dos o cuatro más. Aquí, más que en el resto de los centros, se quejan de la seguridad y varios reportan el robo de sus pertenencias. Unos temen a otros internos, otros tienen miedo de las autoridades. Escuchamos reportes de un preso asesinado unos días antes y nuevamente oímos hablar de “La Borracha”. Los internos que trabajan lo hacen fabricando artesanías que luego venden en el puerto. Otros trabajan jornadas de 12 horas en la construcción del gran penal de máxima seguridad que se construye a la entrada de Laguna del Toro. Al igual que en los otros, la dificultad para recibir visitas es una de las quejas más recurrentes.
Para poder visitar a un preso los familiares deben primero ser aprobados por un consejo. El proceso lleva un plazo mínimo de seis meses, durante el cual los familiares deben entregar toda una serie de documentos. Una vez aprobado el familiar, se realiza un sorteo para decidir qué internos pueden recibir visita y cuándo. Los internos reportan que tienen posibilidad de recibir visitas cada seis meses aunque sólo tres personas pueden ser autorizadas como visitantes. Los familiares seleccionados deben viajar hasta el puerto de Mazatlán para abordar el barco de la Marina. Los lugares en el barco son contados, como también lo son las cabañas donde se alojan los familiares dentro de la isla. Las visitas deben permanecer una semana y volver con el barco al concluir ésta.
Los costos del viaje son impagables para muchos. Algunas familias empobrecidas por el proceso penal y por la pérdida del ingreso del ahora interno, no pueden costear el viaje o ausentarse de sus casas por tanto tiempo. Otros no logran cumplir con los complicados trámites que exige la institución o no consiguen los documentos necesarios. Algunos presos, además, optan por no someter a sus familiares al viaje y lo que implica la visita. Esto explica el escaso contacto familiar que mantienen: casi 90% de los internos reportó no haber sido visitado nunca.
El descontento de los reclusos no puede entenderse sin tomar en cuenta la forma en que llegaron ahí. El mayor número de internos proviene de centros estatales y fueron traslados sin consentimiento o con engaños. La encuesta mostró que 73% de los varones y 84% de las mujeres fueron trasladados sin su aprobación. “Llegaron de madrugada y nos dijeron: órale tal por cual, agarra tus cosas. Y así, a empujones y patadas, nos subieron en camionetas. Sólo cuando me bajé del barco entendí de qué se trataba pero tardé en avisarle a mi familia”. Quienes dieron su consentimiento cuentan que lo hicieron porque les fue prometido trabajo y mayores libertades. Algunos relatan que les pasaron un video en el que mostraban la vida de la isla como una en semilibertad, donde los internos trabajaban sus artesanías y lograban enviar dinero a sus familiares. “Pero la realidad es otra. Mire cómo estamos aquí, solas —me dice una interna a la vez que exprime la parte baja de la camisa de su uniforme—, ¿quién se entera si nos pasa algo aquí?”.
El 2 de febrero de 2013 cerca de 650 internos de Laguna del Toro se amotinaron en protesta por mejores condiciones de vida en el centro. Aunque los medios inicialmente reportaron que demandaban mejor alimentación, mejor atención médica y cese a los castigos impuestos por custodios (incluido el aislamiento hasta por 120 días y los golpes), las autoridades federales aclararon que la protesta se debió, principalmente, a la escasez de agua. El saldo de la protesta es incierto. Algunos medios reportaron cuatro custodios heridos mientras que otros reportaron 20 personas lesionadas (incluidos trabajadores de la empresa que construye uno de los penales de máxima seguridad). La Comisión Nacional de Derechos Humanos abrió un expediente para investigar las causas y el resultado del motín. Dicha investigación probablemente se sumará a otras que ha hecho la CNDH advirtiendo las deficientes condiciones de vida en Islas Marías.
La decisión de construir prisiones en una isla no parece obedecer ni a la Constitución ni a la Suprema Corte (que ha declarado que purgar penas cerca de sus comunidades es un derecho constitucional de los internos) ni al sentido común. Parece más bien obedecer a una lógica que entiende a algunas personas como males que se deben extirpar de la sociedad y mantenerlos alejados lo más posible. Sin embargo, no debemos olvidar que esas personas, después de unos cuantos años, volverán a tierra firme y, de una forma u otra, se reintegrarán a nuestra sociedad.
Catalina Pérez Correa. Profesora-investigadora de la División de Estudios Jurídicos del CIDE.
* El reporte de los resultados de la encuesta, titulado Resultados de la Primer Encuesta realizada en los Centros Federales de Readaptación Social, CIDE, puede consultarse en http://es.scribd.com/doc/120853530/Resultados-de-la-Primera-Encuesta-realizada-a-Poblacion-Interna-en-Centros-Federales-de-Readaptacion-Social
Fuente: Nexos Mayo 2013
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