Aunque movimientos semejantes habían comenzado a producirse por doquier en los meses previos, nadie imaginaba que el país -modelo de estabilidad en América Latina- pudiese verse contaminado por la rebelión. Además, todo el mundo estaba tan concentrado en preparar la justa deportiva como para preocuparse por nimiedades. Incluso cuando a principios del verano se iniciaron las primeras manifestaciones, brutalmente desmanteladas por la policía, los políticos locales se negaron a ver en ellas otra cosa que disturbios pasajeros que no tardarían en ser controlados. Hasta que la represión dio lugar a nuevas manifestaciones que volvieron a ser reprimidas en una espiral que culminaría el 2 de octubre con la masacre de centenares de estudiantes en la Plaza de las Tres Culturas.
Un sinfín de elementos separa las protestas ocurridas en México en 1968 de las que estos días se suceden en Brasil -no en balde han pasado 45 años-, pero aun así no deja de sorprender que ocurran poco antes de que el gigante sudamericano esté a punto de convertirse en el centro de atención del planeta con motivo del Mundial de Futbol y de los Juegos Olímpicos. Como sabemos, en este nivel el deporte jamás es sólo el deporte, sino un escaparate para que el anfitrión se desnude frente al mundo.
En el México de los sesenta, el gobierno creyó ver en la Olimpíada la oportunidad de presumir nuestros progresos: de allí que estuviera dispuesto a hacer lo que fuere para que nada la empañase. Desde hace años, Brasil no se ha cansado de promoverse como nueva potencia planetaria, al lado de China, Rusia e India, y su hasta ahora popular gobierno de izquierda quiso ver en las competencias la confirmación de su fuerza económica y política. Por desgracia, lo que inevitablemente ocurre en estos casos -y aquí la analogía con México vuelve a funcionar- es que, cuando todas las energías de un país se vuelcan en una operación de relaciones públicas y negocios privados tan apabullante como ésta, las desigualdades y problemas sociales nunca resueltos se tornan de pronto más visibles y chocantes.
Quizás haya pocos elementos en común entre los rebeldes mexicanos de los sesentas -atenazados por las pugnas ideológicas de la Guerra Fría y el autoritarismo priista, animados por el rock'n'roll, la contracultura y el espíritu pacifista de los jipis-, y los rebeldes brasileños de nuestros días -articulados esencialmente a partir de las redes sociales-, pero los emparienta el drástico rechazo a que sus dirigentes empeñen todos sus recursos en satisfacer a los mercados y a la opinión pública internacional mediante el derroche deportivo cuando asuntos más urgentes -la falta de democracia en el México del 68; la inequidad que persiste en el Brasil de hoy- continúan sin ser resueltos o, peor, son deliberadamente enmascarados en aras de exponer una imagen impoluta ante las cámaras.
Frente al desafío de los estudiantes mexicanos, Díaz Ordaz optó por la violencia que culminó en Tlatelolco. Dilma Rousseff, víctima ella misma de la represión de esas épocas, ha querido ofrecer el talante opuesto, reconociendo la validez de las protestas y satisfaciendo rápidamente algunas de sus demandas -por ejemplo, al detener el alza en los transportes-, e incluso pretendió dar un salto adelante al proponer un congreso constituyente capaz de renovar las estructuras del país, pero ni así ha logrado contentar a los jóvenes que abarrotan las calles de Brasil (y que, paradójicamente, tanto se parecen a quien era ella décadas atrás), y sólo ha cultivado el unánime rechazo de la oposición.
A los analistas internacionales les encanta señalar que ninguna ideología concreta parece animar a los rebeldes brasileños, pero en el México del 68 sucedía lo mismo: sólo un pequeño grupo se identificaba con el comunismo, de la misma forma que hoy sólo unos cuantos albergan ideas radicales derivadas de los movimientos antiglobalización. Como entonces, buena parte de la sociedad brasileña ha salido a las calles para exhibir su repudio no a ciertas medidas de un régimen que en general se ha caracterizado por su combate a la pobreza -de allí el lema "no se trata de 20 centavos"-, sino a un sistema global que, incluso con gobiernos de izquierda, no cesa de privilegiar a los intereses de los grandes capitales. Por eso la reacción de Rousseff no ha encontrado demasiada simpatía entre los manifestantes: muy a su pesar, ella ya no es la guerrillera idealista de su juventud, sino parte de un "complejo económico-turístico-industrial" que, como se ha visto, en realidad no controla.
Aunque pérfidamente derrotada en Tlatelolco, la protesta mexicana del 68 terminó por inducir algunos de los cambios democráticos más importantes de México. Al menos debemos esperar que la protesta brasileña -como antes el 11-M y Occupy Wall Street o en estos días la revuelta turca- contribuyan a trastocar un modelo que, escudándose en su carácter democrático, no ha dejado de estar al servicio de unos cuantos.
Twitter: @jvolpi
Leído en http://www.elboomeran.com/blog/12/jorge-volpi/
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Por favor, sean civilizados.