viernes, 2 de agosto de 2013

Giovanni Papini - Estrellas-Hombres

Giovanni Papini
1881 - 1956

Estrellas-Hombres

Niza, 27 febrero

A la hora del té, en la Villa des Abeilles, Maeterlinck me esperaba, sereno y sonriente, como un filósofo acostumbrado a todas las explicaciones.

-Como apologista del divino Silencio -me dijo- debería callar. Pero se puede callar únicamente ante aquellos a quienes conocemos desde hace mucho tiempo y a los cuales se ama. Nosotros no nos hallamos, me parece, en esta relación y debo recurrir a esta degradación y decadencia del silencio que es la palabra.




»Me perdonará si le hablo únicamente de astronomía. Estos meses no hago más que estudiar esta materia y no me atrevo a pensar más que en el cielo. Usted quizá no sabe que nuestro tiempo, no muy afortunado en las artes, es la edad de oro de la astronomía. Los progresos de estos últimos treinta años son prodigiosos. Desde el tiempo de Copérnico y de Galileo no se habían realizado tantos descubrimientos, tan frecuentes y de tal vasto alcance. Hombres como Jeans, Van Maanen, De Sitter, Russell, Arrhenius, Barnard, Adams, Eddington, Hubbles, han renovado y engrandecido fabulosamente nuestra conciencia del universo estelar. El siglo xx será, para la ciencia de los astros, lo que fue el Cuatrocientos para la antigüedad clásica y el Seiscientos para la física: un verdadero y genuino Renacimiento. Desgraciadamente hay dos obstáculos para que este florecimiento produzca todos sus efectos. Las personas cultas y habituadas a pensar no se ocupan de estudios astronómicos y tienen, a lo más, una conciencia superficialísima del sistema solar. Por otra parte, los astrónomos, que son al mismo tiempo excelentes físicos y matemáticos, están desprovistos de vocación filosófica. Descubren genialmente y exponen exactamente hechos y teorías, pero son incapaces de deducir las consecuencias morales y metafísicas. Yo desearía ser, si no le parezco demasiado soberbio, el cerebro de la unión entre la ciencia de los astros y la ciencia del hombre.

»Usted sabe tal vez que uno de los principios de la antigua ciencia esotérica afirma que el microcosmos es una repetición o reflejo del macrocosmos, esto es, que en el hombre se encuentra la forma y la estructura del Universo. Los hombres de ciencia positivistas se han reído de esta fórmula que parecía fruto de una ingenua extravagancia. Pero los últimos descubrimientos y las teorías astronómicas proporcionan una justificación insospechada del viejo principio hermético. En una palabra: la vida de los astros en el Universo se parece increíblemente a la vida de los hombres sobre la tierra.

»Hasta hace medio siglo se creía que las estrellas se hallaban esparcidas caprichosamente aquí y allá en el espacio y que eran, como decían los griegos, incorruptibles, es decir, siempre iguales a sí mismas. La astronomía contemporánea ha changé tout cela. Encontramos en el espacio, finito como quiere Einstein, pero prácticamente ilimitado, naciones y pueblos de estrellas. Son los famosos Universos-Islas, entrevistos por Herschel, y hoy admitidos por todos. Estas islas son de dos especies: las Nebulosas Espirales, como nuestra Vía Láctea, a la que pertenece el Sol, y los Conglomerados Globulares. Las Espirales son inmensas humaredas de bruma gaseosa donde se han coagulado algunos miles de millones de estrellas. Los Conglomerados Globulares -como, por ejemplo, el de Hércules-son independientes de las Espirales, tienen forma esférica y contienen millones de estrellas. Los astros, pues, no viven esparcidos como se creía antes, sino reunidos en grandes sociedades. En el cielo, como en la tierra, reina la vida asociada.

»Y estas sociedades, como las humanas, están compuestas de familias: los sistemas solares. En el gigantesco pueblo que constituye la Vía-Láctea -formado, según parece, por centenares de miles de millones de cuerpos celestes, entre vivos y muertos- se hallan al menos cien mil sistemas solares semejantes al nuestro, es decir, donde un Sol hace de padre benéfico a una corona de planetas que son efectivamente sus hijos, porque ha salido de sus flancos, tanto si se acepta la vieja teoría de Kant y de Laplace, como la modernísima de Jeans. Los satélites son, a su vez, hijos de los planetas, de modo que cada sistema solar se parece perfectamente a una familia patriarcal.

»Otra admirable analogía entre los astros y los hombres es la existencia de las parejas. La mayoría de los seres humanos viven por parejas -marido y mujer, amigos inseparables, amantes- y la mayor parte de las estrellas son, como dicen los astrónomos, "dobles". Aparecen como dos astros de tamaño casi igual que se mueven juntos y de acuerdo en torno al mismo centro de gravitación. »Las estrellas, lo mismo que los hombres, viven, es decir, nacen, llegan a la juventud, envejecen y mueren. La espectroscopia nos ha permitido reconstruir la biografía de las estrellas. Son, primeramente, masas gaseosas que poco a poco se condensan y llegan al máximo del esplendor y del calor: es la adolescencia, la juventud. Son las estrellas gigantes, de color blanco o azulado, colosos adolescentes del cielo. Poco a poco se empequeñecen, se vuelven amarillas, luego rojas y cada vez más pequeñas. Entre las estrellas enanas amarillas, que ya presentan signos de vejez, se halla nuestro Sol. Finalmente acaban por no brillar: el rubí se oscurece y se vuelve negro; las estrellas están muertas, pero sus cadáveres oscuros continúan circulando en medio del fulgor de las hermanas vivas.

»Y hay otras semejanzas singulares entre el mundo humano y el mundo astral. Tanto entre nosotros como entre las estrellas el número de muertos supera al de los vivos; las estrellas jóvenes, ricas de luces y de calor, son infinitamente menos numerosas que las ancianas y empobrecidas; las estrellas gigantes y supergigantes son poquísimas en relación con las enanas. También en el cielo, come entre los hombres, predominan los muertos, los mediocres y los pobres.

»Y, a propósito de la vejez de las estrellas, quiero revelarle una afinidad sorprendente con los hombres. Como aparece en la escala espectroscópica de Harvard -que es el medio seguro para determinar la edad de los astros-, la vejez se revela, en el espectro, con la raya que denuncia la presencia y la extensión de la cal. Y en el hombre, la señal de la vejez es la arteriosclerosis, esto es, la osificación de las arterias, el endurecimiento, el predominio de la cal.

»Las estrellas gigantes -blancas y azules- son pródigas, arden e iluminan con una generosidad incalculable, vierten en todos los instantes torrentes de luz y de calor. Es la divina locura de la juventud, despreocupada de la brevedad. De hecho, este período, como el que corresponde al hombre, dura poco, y esto explica por qué el firmamento se halla poblado sobre todo de estrellas enanas y amarillas, esto es, más pequeñas, más frías y más viejas.

»Hay luego masas estelares que no llegan nunca a resplandecer, o por lo menos no alcanzan aquella temperatura mínima de 2.700 grados indispensable para que nosotros podamos verlas. Éstas corresponden a lo que en la generación humana son los abortos.

»Preveo, acerca de la edad, su objeción. Un astro antes de apagarse, vive millones de siglos, mientras que nosotros llegamos apenas, en promedio, a medio siglo. Pero si usted compara la masa inmensa de los astros con esa, pequeñísima, de los hombres, se dará cuenta de que la apreciación no tiene fuerza. He hecho cálculos aproximados y he descubierto que, en proporción a la masa, los hombres tienen una longevidad superior a la de los soles y de los planetas. La Tierra, según parece, cuenta apenas dos mil millones de años, y vivirá tal vez otro tanto, pero si tuviese una longevidad parecida a la del hombre, tantísimo más pequeña, debería vivir, en vez de cuatro mil millones de años, miles de millones de siglos.

»Pero, me dirá usted, hay otras diversidades: las estrellas son cuerpos puramente físicos y materiales, mientras que los hombres son criaturas vivientes y sensibles; la comparación entre la sociedad humana y la sociedad estelar tiene un límite. Enteramente falso. También las estrellas, como los animales y los hombres, se alimentan. Se tragan los innumerables bólidos errantes en el espacio y absorben los infinitos electrones suspendidos en el éter. De otra manera morirían mucho antes. No se puede consumir y resplandecer, como hacen los soles, sin reparar las pérdidas. Se multiplican lo mismo que nosotros: el Sol, como le he dicho, es un padre, y lo que es extraño, el parto de los planetas, no se podría producir si no interviniese otro astro gigante, el cual, aproximándose, produce una emisión de materia gaseosa del cuerpo del padre, ese fenómeno que podríamos llamar marea sideral. Esta marea, por efecto de la rotación, se desprende del astro enamorado y se fracciona en pedazos que, al enfriarse, forman los planetas.

»En cuanto a la sensibilidad, me contento con recomendarle los célebres experimentos de Bose sobre la vida psíquica de los minerales; no hay partícula del Universo que no vibre, que no sea atraída o rechazada, que no goce y no sufra. ¿Por qué las estrellas tendrían que ser una excepción?

»Se puede inferir, me parece, que verdaderamente el microcosmos es espejo del macrocosmos. Los pequeños hombres sobre el pequeño planeta corresponden perfectamente a las grandes estrellas en el inmenso espacio. En el cielo, las estrellas viven por parejas, en familia, por naciones, como nosotros, y como nosotros nacen, resplandecen en la efímera juventud, se reproducen, degeneran, se encogen y mueren. También allí los genios, los gigantes, los ricos y los vivientes son una excepción. Los habitantes del Universo, que parecen tan diversos y lejanos, viven del mismo modo que los habitantes de la Tierra, sufren la misma suerte, presentan idénticos caracteres. Pascal se espantaba ante los grandes espacios celestes; nosotros encontramos allí, gracia a los astrónomos, seres vivos, semejantes a nosotros, esto es, grandes hermanos. Al terror sucede el amor. Yo, mínimo animal terrestre, soy de la misma especie que Sirio y que Aldebarán. Si las estrellas se parecen en todo a los hombres, yo puedo hacerme la ilusión de ser una estrella.

El viejo Maeterlinck se dio cuenta de mi estupor -mezclado con un poco de aburrimiento- y cesó de hablar. Fuimos al jardín, bajo los racimos de escarcha azufrada de las mimosas que comenzaban a florecer.

-¿No está satisfecho de ser una estrella? -me preguntó el autor de Trésor des humbles.

-Contentísimo -contesté-. Y le estoy muy agradecido por haberme revelado mi parentesco celeste.

Mientras me dirigía a Niza, miré -contra mis costumbres- el gran cielo estrellado, y antes de meterme en el hotel hice un bello saludo circular a mis hermanas, que viven, por fortuna, a miles de millones de kilómetros lejos de mí.

Tomado de Gog




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