domingo, 8 de septiembre de 2013

Alberto Buitre - Querido infierno

Cuando era niño, el parque frente a mi casa era verde. Ahora que regreso de vez en vez, todo lo cubre una plasta gris de cemento por donde se erigen horribles cuadros de tabiques que, a saber de contradicciones de la estética, resultan en locales y negocios desde jurídicos hasta fracasadas tiendas de abarrotes. Seguramente alguno de los estadistas que a lo largo de los trienios han gobernado con sabiduría salomónica a Tizayuca, decidió darle uso privado a la cancha de fútbol que mis amigos y yo usábamos todos los días y convertirla en una porquería privada.

Aquel alcalde, en sus máximos momentos de lucidez administrativa, tal vez pensó que las y los niños del barrio no tendríamos queja y que nada pasaría si se derrumbaban un par de árboles para hacerse de unos miles a cambio de otorgar permiso de construcción –obviando que esos miles tal vez pararon en una de las cantinas históricas de la Avenida Juárez tizayuquense.



Y luego se preguntan por qué este reducto neurótico suburbano que ni es mexiquense ni es hidalguense, es cuna de cocaína y caguamas. Ahí tienen su respuesta. Habrá que agradecerle a la visión de los iluminados que asumieron funciones con tal lucidez política que harían a morirse de la envidia a Voltaire. Si el destino hubiera sido otro, varios de mis amigos no se hubieran perdido en la inanición cultural al contar, por lo menos, con la presencia viva de sus recuerdos. Nos quitaron el fútbol llanero y nos dieron a cambio gorritas del PRI.

Mi abuelo plantó varios árboles de aquellos. Llegó a este barrio con cinco maletas y la esperanza de ver crecer a sus nietos en un paraje menos sombrío al que moría debajo de la mancha urbana del Distrito Federal. Se equivocó en varias cosas o de plano el destino que es un bromista cruel, le dio la misma idea a miles más que llegaron al lugar, cargados de estigmas.

Tenía los años suficientes para recordar las bardas de algunas cosas y otros espacios con pintas de “¡Fuera ratas chilangas!” y linduras por el estilo. Valga con la crueldad humorística de la vida que, entonces, Tizayuca se llenó de ratas como nosotros, desde el sur hasta lo más hondo de comunidades tradicionales como Atempa, Huicalco o Nacozari.

Por supuesto, no todo salió bien. Algunas de esas especies llegaron hasta el palacio de Gobierno y he ahí que convirtieron las calles de mi infancia en una nube gris. Jodido éxodo, entonces. O no tanto. Salvo las graves y casi irremediables consecuencias de haber asumido la nacionalidad tizayuquense como lo fue contar con presidentes municipales de la misma calaña.

Cada vez que puedo y regreso, doy con varios que como yo aún añoran los verdes valles, el olor a vaina, el cantar de las palomas, los desfiles escolares, las caminatas ligeras y el balón rodando por la cuadra. Tizayuca era hace 20 años un paraje en las costas del infierno y hoy forma parte de su centro. Por lo menos hace poco antes era un infierno verde; hoy, casi pierde todo su color.

Leído en http://criteriohidalgo.com/notas.asp?id=190291

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