domingo, 27 de octubre de 2013

Jaime Sánchez Susarrey - Mitos compartidos

La llegada de Peña Nieto a la Presidencia de la República parecía ser la oportunidad de reeditar el impulso reformador... Pero todas esas suposiciones y coordenadas se están difuminando

Federico Nietzsche fue contundente en su definición: "el Estado es el nombre que se le da al más frío de todos los monstruos fríos. El Estado miente con toda frialdad, y en su boca se agita esta mentira: 'Yo, el Estado, soy el pueblo'".

No hay ninguna evidencia que Carlos Marx haya leído a Nietzsche, pero no hay duda que hubiera suscrito la definición anterior y le habría agregado: el Estado está al servicio de la clase dominante; es el instrumento de la burguesía para dominar al proletariado.







Para Marx una sociedad libre de dominación y explotación implicaba la supresión de la propiedad privada, es decir, del capital y el trabajo asalariado, y la extinción del Estado.

Dicho de otro modo, Marx jamás se tragó el cuento hegeliano que el Estado es la encarnación del interés universal de una sociedad. Sus tesis estaban más cerca de los anarquistas, pero sostenía que el Estado no podía aniquilarse, sino extinguirse paulatinamente.

El destino del marxismo, ya convertido en dogma, fue paradójico. En Europa la socialdemocracia abandonó las tesis más radicales de Marx, optó por el reformismo y se convirtió al estatismo, es decir, glorificó al Estado como instrumento para mayor igualdad.

Paralelamente, en los países donde triunfaron los comunistas se instauró la "dictadura del proletariado", que en los hechos se tradujo en un Estado totalitario que todo dominaba y controlaba, sin contrapeso alguno.

Por las mismas fechas, la Revolución Mexicana, que no fue una sino muchas, reivindicó el sufragio efectivo y la no reelección, pero terminó en la dictadura del partido único, es decir, en la expropiación del poder por "la familia revolucionaria".

Nació, así, la doctrina del nacionalismo-revolucionario y la historia patria se imaginó como un progreso continuo: la Independencia (1810), la Reforma (1857) y la Revolución (1910), con el consecuente nacimiento del liberalismo social.

Pero esa representación era y es un mito. La Independencia, en sus orígenes, no fue republicana. Fue imperial, como la quería Agustín de Iturbide, y católica, como la definía Morelos: un Estado confesional que postulaba y defendía la única religión verdadera.

No fue sino hasta las leyes de reforma y la Constitución de 1857 que el Estado laico y republicano sentó sus reales. Juárez era un liberal de pura cepa. No creía ni entendía que el Estado o la Nación estuvieran por encima de los individuos y sus derechos.

La Constitución de 1917 rompió con esos principios y transformó un precepto colonial: el Rey de España es el propietario original de las aguas y las tierras, en una fantasmagoría: la Nación sustituyó al Rey y se situó por encima de los ciudadanos como propietaria original del territorio.

Sobra decir que si Juárez hubiera sido uno de los diputados constituyentes en 1917 habría condenado y rechazado las tesis de Molina Enríquez, que dieron pie a la redacción del artículo 27 de la Constitución.

Pero, ¿a qué viene este recuento? A la convergencia histórica del nacionalismo-revolucionario con las corrientes socialistas en México, que en sus dos vertientes -radicales y reformistas- veneran y glorifican al Estado.

Esa convergencia, que tuvo muchos antecedentes, como la afinidad de Vicente Lombardo Toledano con el general Cárdenas, renació en 1988 con la fundación del Frente Democrático Nacional y se consolidó con la fundación del PRD el 5 de mayo de 1989.

El reencuentro fue apoteótico. La izquierda socialista (marxista en sus múltiples variantes) se enfrentaba al colapso del socialismo real. Los priistas, nacional-revolucionarios, no digerían las privatizaciones ni la apertura comercial que concluirían con el Tratado de Libre Comercio.

Por eso el neocardenismo fue el partido antirreformista por antonomasia. Se opuso a la entrada de México al GATT, a la liquidación de empresas paraestatales, a la privatización de la banca, a la reforma del ejido, a la disciplina fiscal y, por supuesto, al Tratado de Libre Comercio.

Durante esos años, en el PRI, como en Fausto, habitaron dos almas: una reformista y otra conservadora. Pero la batuta y la dirección la llevaron De la Madrid, Salinas y Zedillo. De ahí las reformas emprendidas entre 1982 y 2000, la mayoría de ellas en alianza con el PAN.

Pero ese impulso reformador se atoró entre 1997 y 2000, cuando el PAN apostó todo para "sacar al PRI de Los Pinos", incluida una alianza -que no fructificó- con Cuauhtémoc Cárdenas, y se colapsó con la alternancia en 2000.

En ese momento el PRI recobró o perdió, como se quiera, la dirección y se convirtió en el obstáculo a las reformas laboral, fiscal y energética.

No fue extraño que así sucediera. En el interior del Revolucionario Institucional seguían habitando dos almas: la reformista y la nacional-revolucionaria. Perdido el poder se impusieron los conservadores.

La llegada de Peña Nieto a la Presidencia de la República parecía ser la oportunidad de reeditar el impulso reformador. Sólo un presidente priista, supusimos algunos, sería capaz de conducir a los priistas por la senda de las reformas.

Pero todas esas suposiciones y coordenadas se están difuminando. Contra toda lógica y experiencia, el gobierno de la República ha privilegiado la alianza con el PRD para sacar adelante la "reforma fiscal".

No se trata de una concesión menor. Ha sido el gobierno priista quien ha asumido las banderas y el programa de la fuerza política que se ha opuesto sistemáticamente a todas las reformas económicas de los últimos 20 años.

¿Cómo entenderlo? ¿Como una expresión del estatismo que comparten unos y otros? Sí, a falta de mejor explicación, vale.


Leído en http://noticias.terra.com.mx/mexico/jaime-sanchez-susarrey-mitos-compartidos,e1fb2ca6a15f1410VgnVCM3000009af154d0RCRD.html


 

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