México tiene dos problemas, nada más. Uno es que escogimos un camino equivocado allá por los años 30, como ocurrió con buena parte de los países del mundo, que también optaron, poco antes o poco después de la II Guerra Mundial, por modelos colectivistas, en la ilusión del “hombre nuevo”.
El otro es que no nos gusta la ley, y tiene un origen parecido. Entender que las sociedades sólo funcionan cuando se establecen reglas que se aplican a todos no es nada sencillo. Es, de hecho, un rasgo del Estado moderno, que empieza a aparecer hacia el siglo XVII, aunque pueda uno encontrar paralelismo en los tiempos de Roma, en la Atenas de Solón, o incluso en el código de Hammurabi. No son símiles exactos, porque limitar al Estado mediante la ley no ha sido frecuente en la historia humana. Francis Fukuyama, en su reciente estudio acerca del orden político, lo considera una característica fundamental del Estado democrático: Estado fuerte, limitado por la ley, responsable frente a la ciudadanía.
Como en todos los países en donde se fue construyendo ese orden político, el Estado limitado por la ley es una propuesta liberal, que en México es impulsada por Juárez y por Díaz. Sí, el mismo Porfirio. Y por eso fue tan grave la ruptura del orden liberal mexicano.
Aunque toda América Latina tiene problemas con el Estado de derecho, México es un caso excepcional, creo que explicable precisamente por el retroceso que significó la Revolución. Para quien tenga duda del tamaño del problema que enfrentamos en materia de estado de derecho, sugiero una visita al World Justice Project.
Nuestro problema con la ley no es sólo de aplicación o cumplimiento, sino, aunque suene extraño, de legitimidad de la ley. Existe la creencia en México de que hay una justicia superior a la ley, justicia que cada uno inventa o interpreta a su gusto. Así, si existe una norma que nos parece inadecuada, apelamos a una lógica superior, la de la justicia, que nos da todo el derecho de violar esa norma.
No hay forma de que una sociedad moderna funcione con base en esa lógica. Antes sí, en sociedades estamentales y autoritarias, en las que cada uno tenía su lugar, y era eso lo que determinaba el tipo de reglas aceptables. Y por eso mantener en México esa “justicia” variable exige también extender los estamentos, clases, razas, o como quiera definirse ese orden premoderno que tanto cuidamos. Puesto más fácil, el racismo mexicano no es otra cosa que el reflejo de un Estado de derecho inexistente. No puede existir una cosa sin la otra.
Este grave defecto nacional lo heredamos de ese siglo XX fallido. Lo mismo que otras fallas que poco a poco se han hecho evidentes: la inexistencia (y tal vez imposibilidad) del federalismo, la incapacidad de garantizar una mínima seguridad a la población, el capitalismo de compadrazgo. Aunque puede uno encontrar raíces muy remotas de todo ello, no me cabe duda de que existen hoy como resultado de nuestra ruptura del siglo XX, de nuestra Revolución.
Pero lo relevante no es eso, sino comprender cómo es que estas fallas nos impiden la construcción de un Estado democrático moderno. Cuando los grupos pueden enfrentarse violentamente en las calles, sean comerciantes de Tepito contra maestros de la CNTE, invasores del Francisco Villa con golpeadores privados, o simplemente se trate de unos impidiendo el desplazamiento de otros, no hay ley, y no hay posibilidad de convivencia.
Puede haber explicaciones históricas, como el trauma de 68, la deuda centenaria con la pobreza, o el cuento que usted guste. Lo que no se puede es pensar que se puede vivir en una sociedad moderna, competitiva y democrática, y al mismo tiempo poner en duda la legitimidad de la ley y preservar un orden social estamental. Si el camino elegido es la construcción de una nación moderna, competitiva y democrática, entonces no hay otro camino que el imperio de la ley y el trato indiferenciado de las personas. Es más, no hay otra ruta que la meritocracia, tan ajena a nosotros, empecinados en defender privilegios de cuna y piel.
No es posible la democracia sin aceptar que somos todos iguales frente a una ley que a todos se aplica, precisamente de la misma manera. No es posible el éxito económico sin terreno parejo, derechos de propiedad claros y meritocracia. No existe justicia alguna si cada quien puede tener su propia definición de lo que ésta significa.
Más allá de reformas estructurales, ésta es la gran transformación de México. Sin ella, nada sirve.
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