lunes, 14 de octubre de 2013

Jesús Silva-Herzog Márquez-Un Gobierno sin argumentos



14 Oct. 13

Un Presidente hace de su Gabinete un espejo de sí mismo. El jefe impone un estilo que, tarde o temprano, se convierte en sello de equipo. El Gabinete de Enrique Peña Nieto es un Gabinete sin argumentos. El Gobierno impulsa un par de reformas relevantes y no hay quien salga a la plaza pública a defenderlas. Tan pronto como se anuncian las iniciativas de reforma, emprenden la retirada sus promotores. Son los enemigos de las reformas quienes ocupan el espacio público, mientras los representantes del Gobierno se ocultan.

Oficialmente existe un Secretario de Energía. Al parecer, no está vacante la dirección de Petróleos Mexicanos. Pero ninguno de esos funcionarios ha dado la batalla pública por la reforma que propone el Gobierno. Entiendo que deben tener mucho trabajo. Imagino que su agenda estará repleta de reuniones y ceremonias; que leerán documentos y dictarán sus instrucciones. No sugiero que estén rascándose la barriga mientras se esconden.




Lo que percibo es que en el trajín de su semana no hay espacio para exponer públicamente las razones de la reforma que ha propuesto el Presidente. Quienes ocupan el debate con argumentos -sean convincentes o no- son los enemigos de la reforma. A ellos se les puede escuchar en el radio y la televisión, se les puede ver convocando a manifestaciones públicas de repudio, se les lee en manifiestos y declaraciones.

Mientras tanto, el Gobierno se hace escuchar con anuncios de radio y de televisión. La imaginación discursiva se reduce a la producción de comerciales. Nada más. El Gobierno federal no tiene argumentos, pero tiene una agencia de publicidad.

No es muy distinto lo que puede percibirse en otras reformas de la Administración. El Secretario de Educación fue invisible durante la fase legislativa de la reforma a la docencia. Al Secretario de Hacienda, alguna vez ubicuo y lúcido, apenas se le escucha para mostrar disposición de diálogo, pero no para sostener las razones detrás de su propuesta fiscal.

La disonancia del concierto público proviene fundamentalmente de esta vacante. Se esperaría del Gobierno una argumentación que sostenga la lógica de sus reformas y una respuesta que se haga cargo de las críticas. No puede haber una auténtica deliberación pública cuando uno de los agentes principales de la decisión carece de determinación polémica. Ése es precisamente el nervio ausente en esta administración: disposición para discutir, energía para defender en público lo que se impulsa en la política palaciega.

Lo que transmite este Gobierno es la exuberancia del lugar común. Escúchese al Secretario de Gobernación, uno de los pocos funcionarios del Gobierno federal que da la cara constantemente. Da la cara sí: pero nunca encuentra la palabra. Será difícil descifrar la dicción del hidalguense, es un reto seguir el hilo de sus frases, es imposible encontrar una idea bajo el torrente de los tópicos.

Las dificultades expresivas del Secretario de Gobernación no me parecen triviales: son el símbolo de un Gobierno que carece de recursos para comunicarse públicamente, a través de la razón. Se comunica con imágenes prefabricadas, no con ideas, con argumentos, con datos.

¿Puede hablarse de un Gobierno reformista que es incapaz de articular las razones de su reforma? La Administración priista ha confiado que sí. Su cálculo ha sido que no es necesaria la persuasión colectiva sino que es suficiente la negociación cupular.

Puede verse el Pacto por México desde esa óptica: el escondite de un Gobierno que no sabe por qué quiere lo que quiere. El Pacto por México ofreció a los priistas el retorno de la política palaciega, esa política que se hace en oficinas cerradas, que se teje en negociaciones secretas. Nueva política para regresar a la más antigua.

El Pacto fue una camisa hecha a la medida de las debilidades discursivas del Gobierno peñista. Una mesa fuera del Congreso donde el Gobierno puede "operar políticamente", como lo llaman, sin necesidad de dar razones públicas de los actos públicos. Una excusa también para rehuir la confrontación de ideas e intereses. Bajo la sábana del consenso no debe asomarse ninguna idea desafiante, es decir, ninguna idea.

La democracia puede entenderse como un complejo proceso deliberativo, es decir, un régimen exigente no solamente con la legalidad sino también con la argumentación. El Gobierno de Peña Nieto podrá haber entendido la consecuencia del pluralismo, pero no comprende las exigencias de la deliberación pública. Acepta la aritmética democrática, pero no comprende el imperativo de la reflexión democrática. Sabe que tiene que negociar, pero desprecia el deber de argumentar. Exigir esas razones públicas no es prurito intelectual: la torpeza expresiva terminará siendo ineficacia. Ya lo está siendo.


http://www.reforma.com/blogs/silvaherzog

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