"Es algo que conforme envejezco me gusta más: los finales felices".
Alice Munro
Es una de esas escritoras que escriben para el lector. Quizá usted se irrite y me espete: ¿Qué no todos los escritores escriben para los lectores? Definitivamente no. En estos tiempos, muchos, particularmente en México, escriben sólo para algunos colegas o para los críticos.
No buscan seducir al lector sino demostrarle que son superiores. Su lenguaje literario es una burda cruza de Heidegger y Salvador Elizondo.
¿Cómo puede ganarse la vida un escritor así? No lo hace, por supuesto, con la venta de sus libros. Sus ingresos provienen de universidades o de las becas y subsidios con las que los gobiernos compran las conciencias de artistas e intelectuales.
Alice Munro es distinta. Sus cuentos invitan a la lectura de la forma en que sólo puede hacerlo una escritora que durante años ha vivido de escribir para los lectores. Sus cuentos, publicados en revistas como The New Yorker y The Atlantic, tenían que competir por la atención del público.
No ha faltado quien la llame comercial por escribir con frases cortas, palabras comprensibles y sentimientos con los cuales uno puede identificarse.
En el Canadá en que viví de 1972 a 1976, Alice Munro estaba empezando a ganarse nombre como narradora. Sus historias profundamente canadienses llamaban la atención a un joven mexicano que buscaba integrarse a un entorno anglosajón frío y distante.
Sus cuentos reflejaban esa particular fusión de la vida urbana con la conciencia de un enorme exterior de lagos y praderas que marca a la mayoría de los canadienses.
Munro es parte de mis recuerdos de juventud. Otros escritores canadienses me marcaron también, entre ellos Margaret Atwood, la otra gran escritora del Canadá inglés, al igual que Anne Hébert o Michel Tremblay, de ese muy distinto Canadá francófono. La relación con Munro, sin embargo, la mantuve a lo largo de los años gracias a sus cuentos publicados en revistas estadunidenses.
Munro es un ejemplo de esos narradores que hallan en el cuento su mejor expresión. Jorge Luis Borges también prefería reseñar una novela nunca escrita antes que perder tiempo en escribirla. Así, Munro nos ha ofrecido a lo largo de los años pequeñas viñetas de la vida cotidiana.
Sus cuentos no nos narran nada extraordinario: son rebanadas de la vida cotidiana, pero más extraordinarias que la más fantasiosa de las invenciones.
Alice suele empezar sus narraciones con pequeñas imágenes de la vida real, muchas veces autobiográficas, que después se desarrollan por senderos inesperados. Sin embargo, su última colección de cuentos, Dear Life, y en particular la narración que le da nombre al volumen, sí parece mantenerse en el campo de la autobiografía.
Cada recoveco parece arrancado de la vida real, desde la primera frase que dice que la narradora vivía al final de una larga calle, "o una calle que me parecía larga a mí", hasta la relación con su madre, tan realista como la que yo tengo con la mía o usted con la suya.
El final parece arrancado también de la vida real: "No regresé a casa ni para la última enfermedad de mi madre ni para su funeral. Tenía dos niños pequeños y nadie en Vancouver que me ayudara a cuidarlos. Difícilmente podíamos pagar el viaje... Decimos que algunas cosas no pueden ser perdonadas o que nunca nos perdonaremos a nosotros mismos.
Pero lo hacemos: lo hacemos todo el tiempo".
Rebanadas de la vida real, incluso de la vida propia. No faltará quien diga que son indignas de un Premio Nobel. Pero yo encuentro que estas viñetas de vida son la verdadera razón de ser de la literatura.
Metafísico
El lenguaje de la física se vuelve cada vez más... metafísico. El que Peter Higgs y Francois Englert hayan imaginado en 1964 una partícula elemental que da masa a la materia parece tema de ciencia ficción. El Gran Colisionador de Hadrones, 48 años después, ha encontrado indicios de que esa partícula, la partícula de Dios, realmente existe y les ha ganado el Premio Nobel.
www.sergiosarmiento.com
Leído en http://criteriohidalgo.com/notas.asp?id=197086
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