Desde hace décadas nos han dicho que la “guerra contra la drogas” sirve para algo. Sirve para reducir la producción, dicen. Sirve para disminuir el suministro, argumentan. Sirve para limitar el consumo, sugieren. Pero más bien ha servido para otra cosa. Ha servido para exacerbar el consumo y generar un creciente tráfico ilegal que ahora constituye uno de de los mercados no regulados más grandes del mundo. Ha servido para criminalizar y castigar y encarcelar y militarizar. La guerra contra las drogas se ha vuelto una guerra contra las personas.
Más que cumplir con las metas propuestas, el enfoque prohibicionista ha generado consecuencias colaterales no previstas. La creación de un mercado negro criminal en ascenso. El desplazamiento de políticas del sector salud al sector policial. El “efecto globo”, ya que cuando se aprieta el control en una zona, el consumo simplemente se traslada a otra. El desplazamiento del consumo a otras sustancias, cuando la ley interviene para atacar una en particular. La estigmatización a las personas que usan drogas en vez del apoyo a ellas.
Pero a pesar de lo que claramente constituye una política fallida, sigue allí. A pesar de que ha generado más problemas de los que ha resuelto, sigue allí. Por intereses populistas. Por presiones geopolíticas. Por el uso político de la retórica de la “mano dura”. Por la perpetuación de una lógica circular autojustificatoria que funciona para apuntalar este enfoque, en el cual los daños de la política prohibicionista son fusionados con los daños derivados del consumo. Y así se intensifica una guerra que causa muchos de los problemas que supuestamente fue diseñada para afrontar.
Además hay intereses enquistados a quienes les conviene que todo se quede igual. Grupos de poder – tanto en México como Estados Unidos — que han invertido capital político en combatir a la drogas “porque son peligrosas”. Líderes políticos que obtienen réditos electorales. El Ejército y la policía que finalmente cuentan con financiamiento y apoyo popular para desplegarse. Todo ello aunado a la difundida percepción sobre la intrínseca amoralidad de las drogas. Con demasiada frecuencia la evidencia es reemplazada por la fanfarronería moral. Y por ello una guerra que ni siquiera deberíamos estar peleando se vuelve inmune al escrutinio. A la crítica. A opciones distintas y enfoques nuevos.
Pero ahora – finalmente – el cambio está empezando. Porque los costos de la guerra contra las drogas se han vuelto intolerables para México. Porque siete de los ocho países más violentos del mundo se ubican en la ruta del tráfico de la cocaína, que va de los Andes a Estados Unidos. Porque 17 estados de la Unión Americana han despenalizado la posesión del cannabis y 20 cuentan con dispensarios de marihuana medicinal. Y de allí la creciente receptividad a las posturas reformistas. A los argumentos que sugieren que siempre será mejor aspirar a cierto nivel de regulación a no tener ninguno, tal y como demuestra la regulación de drogas legales como el tabaco. A las propuestas de quienes enfatizan que la regulación legal contribuiría a eliminar una de las áreas de oportunidad más importantes para el crimen organizado, restándole poder a los cárteles. A las posiciones de quienes reiteran que la guerra contra las drogas no protege a los niños; los expone a muchos más riesgos.
Por ello la importancia de emprender un debate serio, informado, profundo, sobre la regulación legal de las drogas en México. Para que el Estado retome la posibilidad de decidir quién vende qué drogas, cuándo, y dónde. Para que los esfuerzos estatales se canalicen a atender los daños a la salud antes que perseguir y descabezar capos. Para que las drogas peligrosas estén reguladas por el gobierno y no comercializadas por los delincuentes. Para que haya menos delincuencia relacionada a las drogas y menos personas involucradas con ella. Para que haya menos violencia a todo nivel, incluyendo entre las autoridades y los cárteles. Para que haya menos presión sobre el sistema de justicia penal, incluyendo una reducción de la población penitenciaria. Regular significa pacificar, racionalizar, civilizar, ahorrar. Regular significa terminar con una guerra que ningún gobierno podrá ganar.
Pero habrá que hacer más que eso. Habrá que hacer de México un “Rat Park”, como aquel famoso experimento de Bruce Alexander de los 70, diseñado para probar que las adicciones son resultados de variables ambientales y no neurológicas. Diseñó un parque para ratas en el cual les proveyó una especie de cielo en la tierra. Con amigos. Con juegos. Con buena comida. Con agua. Con agua que contenía morfina. Y poco a poco las ratas dejaron de consumir el agua drogada. Hasta las ratas adictas dejaron de hacerlo. Y en la medida en la que México sea capaz de proveer parques públicos, ciclopistas, agua potable, seguridad, transporte que puedan usar los niños y adolescentes, arte, música, esparcimiento, un sistema judicial decente, las adicciones disminuirán. El país producirá más personas que prefieren beber horchata antes que inyectarse heroína.
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