México es la nación más antidemocrática del continente. La radiografía reciente de Latinobarómetro lo muestra con claridad. No que sea el país más autoritario, que el presidente ejerza como el dictador más despiadado de la región, que sea el país más inquisitorial o el de elecciones menos confiables. Es que es la sociedad que menos cree en la democracia, la más dispuesta a deshacerse de ella, la mejor situada para darle la bienvenida al golpe de la mano dura. El dato no puede ser pasado por alto. Solamente el 37% de los encuestados en México cree que la democracia es el mejor régimen de gobierno. La mayoría de los mexicanos, más del 60% cree que hay circunstancia que justifican el autoritarismo. La desconfianza mexicana por la democracia contrasta con el respaldo del 71% de los uruguayos, el 73% de los argentinos y el 87% de los venezolanos. Guatemala, Honduras y El Salvador tienen una mejor impresión del régimen democrático que los mexicanos.
Tras la alternancia, el país se dispuso a creer en un sistema de gobierno basado en el voto, los derechos, la pluralidad. Desde entonces ha descendido el respaldo a la democracia. Nunca, en la historia de esos registros, México había mostrado tal desconfianza. Las dos alternancias que hemos vivido no han servido para prestigiar a la democracia. El sistema democrático es visto como un régimen más ineficaz que la autocracia, una forma de gobierno tan distante y tan corrupto como el autoritarismo.
No debería sorprendernos el índice de desconfianza. Parece que lograr el descrédito del régimen democrático ha sido el verdadero acuerdo nacional. Todas las fuerzas políticas unidas en el propósito de la demolición. De izquierda a derecha; la sociedad política y la sociedad civil unidos por el objetivo común de derruir las bases de respaldo del nuevo régimen. La ineficacia política, por supuesto, atenta contra la confianza ciudadana. El terco bloqueo, la apuesta por el fracaso del gobierno adversario han ido creando la impresión de que la democracia es un sistema cuya única virtud es su capacidad para frustrar los planes del gobierno. Un artefacto para provocar fracasos.
La negociación pública ha nacido bajo el signo de la componenda y la trivialidad. Acuerdos que rehúyen tercamente lo esencial y que sirven sólo a las élites del poder. En otras lugares, la democratización amplió el horizonte de lo político. La ruptura del monopolio abrió una discusión que antes era impensable. Lo contrario podemos decir de nuestro paso: la democracia se fue constituyendo como una coartada de la clase política para no asumir la responsabilidad de decidir. Necesario, sí-pero políticamente inviable, han dicho mil veces para explicar su incapacidad de actuar.
La máquina de los fracasos ha ido configurado una imagen detestable de la que todos somos, de una manera u otra, responsables. No es solamente una ingeniería de la zancadilla, es una distribuidora de corrupción. Si algo ha repartido con eficacia el nuevo régimen es precisamente el arco de beneficiarios políticos. Ya no puede decirse que la corrupción -como el poder- sean monopolio de un partido. Ahora todos los partidos han utilizado las posiciones de responsabilidad pública para beneficiarse económicamente. No es extraña la mala imagen de la democracia en México. Nuestro desprecio se funda en la experiencia. No tenemos elementos para creer en la superioridad moral de la democracia como un régimen en que el poder público se ejerce en público, rindiendo cuentas sobre el sentido y el efecto de sus decisiones. La democracia no ha reducido la corrupción pero bien que la ha hecho más visible y más irritante.
La democracia no encuentra defensores en el espacio público porque nuestro debate sigue dominado por la impaciencia, la intolerancia. La certeza de que no hay más rumbo para México que el propio. Hoy vemos esa conspiración antidemocrática representada en todos los foros. Para ciertos sectores de la izquierda, por ejemplo, quienes defienden un tipo de reforma son traidores a la patria. No promotores de ideas erróneas o costosas: enemigos del país que deben ser penalmente castigados. En el otro extremo las cosas no son tan distintas. Los procedimientos legales siguen siendo vistos como obstáculos, lujos que no hemos llegado a la madurez de merecer. Es elocuente la nostalgia del autoritarismo en la derecha. Porfirio Díaz y Gustavo Díaz Ordaz pintados como ejemplo de gobiernos de severa legalidad que una sociedad bárbara no agradece. Sí: Porfirio Díaz, fundador de la legalidad; no el promotor de la modernidad: el campeón del Estado de Derecho. Sí: Díaz Ordaz, dibujado como el estadista responsable que es víctima de la incomprensión popular. Tal parece que los salvajes maldicen su salvación. La izquierda, su intransigencia y su desprecio por las instituciones. La derecha, su desprecio de los derechos y su nostalgia por el orden.
¿A dónde nos lleva esta democracia sin demócratas?
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Leído en http://criteriohidalgo.com/notas.asp?id=205117
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