lunes, 11 de noviembre de 2013

Jorge Volpi - Mutantes

Observémoslos de cerca, como si perteneciesen a una nueva especie o, más probablemente, como si fueran una mutación de la nuestra. A los cinco o seis años -tres o cuatro, en casos extremos- se encuentran ya abrumadoramente rodeados de pantallas: pasan de la omnipresente televisión a sus primeros videojuegos con la naturalidad con que los niños del pasado transitaban de los cuentos que sus padres les leían a armar legos o jugar al futbol. Su primer contacto con el exterior se moldea allí, entre los dibujos animados -cada vez menos realistas, con lógicas cada vez más difusas- y las fatigosas pruebas que deben atravesar Mario Bros y sus émulos.





Cuando no han llegado a la adolescencia, a los 12 o 13, ya poseen una tableta -nos referimos a especímenes de las clases pudientes- o una computadora portátil, se conectan a internet y se comunican por correo electrónico, resuelven sus tareas con la grácil ayuda de Google y la Wikipedia y, esquivando los controles parentales, se han inscrito en Facebook falsificando sus edades. Para entonces ya han aprendido a desconfiar de su memoria para valerse de la memoria ampliada de la Red -ajustándose, sin saberlo, a la jerarquía de sus algoritmos-, se han acostumbrado a migrar de una pantalla a otra en un parpadeo y han comenzado a crearse identidades más parecidas a sus deseos que a la realidad. Entretanto, sus padres y maestros (tan esforzadamente digitales) no se cansan de reprenderlos: deja ya esa computadora, si no sacas buenas notas te quitamos la tableta, no puedes usar Facebook todavía, olvídate de un iPhone, y los acusan de tener síndrome de atención dispersa, de no leer libros en papel, de permanecer encerrados en vez de correr libremente por el parque.

A los 16 o 17, en verdad ya son miembros de otra raza, si no de otro planeta. El día entero entre el teléfono inteligente, la tableta, la computadora y, en menor medida, la televisión y el cine. Allí se descubren a sí mismos, allí aprenden lo bueno y lo malo, allí se enamoran y allí sufren -allí viven. A esas alturas, sus padres y maestros han abandonado la carrera: imposible limitar a esos seres incontrolables, imposible sacarlos de allí. (Por otro lado, los adultos tampoco dejan su maldito iPhone ni a la hora de comer).

Los jóvenes, con naturalidad, y los mayores, con culpa, comparten la misma adicción, sólo que los segundos no paran de quejarse, mientras que los primeros ni los oyen, aislados con sus audífonos. Para ese momento, unos y otros pasan horas y horas en las redes sociales. ¿Y qué hacen allí? Antes que nada, se exhiben y escudriñan las vidas de los otros. En Facebook, y luego en Instagram, Pinterest y Twitter, lo primero es modelarse un yo a la medida: un perfil -una máscara. En aras de que ésta sea popular y reciba cientos de "me gusta", poco importa la intimidad, en el añejo sentido del término, y mejor atiborrar las cuentas con fotos y comentarios impúdicos que pasar inadvertido. Pulsión que se complementa con la de entrometerse en las historias ajenas -estalquear, en la jerga del género- con tanta envidia como morbo.

Los críticos nostálgicos (la mayoría) deploran lo ocurrido, como si la época en que los adolescentes ligaban en discotecas hubiese sido una edad de oro. Los neomarxistas sostienen que la forma de "venderse" y buscar desesperadamente la fama en Facebook o Twitter replica lo peor del capitalismo salvaje. Y los neoconservadores alertan sobre los infinitos peligros de ese espacio sin dioses ni reglas morales, a caballo entre la fantasía y el crimen. En el otro bando, geeks y gurús de internet sólo remarcan las ventajas de construirse identidades a modo, de eludir fronteras y autoridades, de cooperar en proyectos desde mil sitios cambiantes, de poder ser a la vez anónimos y descarados en la telaraña virtual.

Y, en medio de estas disputas, estados y empresas se baten en auténticas guerras para conservar o aumentar su poder y sus ingresos aprovechándose de los resquicios del nuevo entorno. Gobiernos como el estadounidense y empresas como Google o Facebook no parpadean a la hora de apoderarse de todos los datos de sus usuarios -antes llamados ciudadanos- al tiempo que buscan escamotear la mayor cantidad de información propia por "motivos de seguridad" corporativa o nacional.

La gran pregunta que subyace a esta mutación -imposible darle otro nombre- es si nos hace más o menos libres. La respuesta no es, por supuesto, sencilla. Pero, en medio de la confusión, sólo valdría tener en cuenta que, nos guste o no, el mundo digital ya es nuestro mundo: la nostalgia de un pasado idílico sólo estorba cuando hay batallas urgentes qué librar, con los mismos instrumentos de la Red, para que los gobiernos sean verdaderamente más abiertos, para que las empresas tecnológicas y los servicios de seguridad respeten la privacidad individual y para que, contrariando la tendencia de las últimas tres décadas, nuestras sociedades sean cada vez menos injustas.

 
Twitter: @jvolpi

Leído en http://www.elboomeran.com/blog/12/jorge-volpi/

 

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