viernes, 15 de noviembre de 2013

Juan Villoro - México virreinal

Hay países que viven en estado de realidad y países que viven en estado de ilusión. México pertenece a la segunda categoría. Comparemos nuestro trato social con el de España. El reino de Juan Carlos es una monarquía, pero los ciudadanos se conducen ahí con la llaneza de quienes están más preocupados por pagar su hipoteca que por los títulos nobiliarios.

En cambio, hace mucho que México dejó de ser un virreinato, pero simulamos pertenecer a una compleja sociedad cortesana. El mexicano aspira a recibir apoyo de algún príncipe y a tratar a varias personas como pajes. En cualquier papelería hay más empleados de los necesarios. Los que sobran se limitan a mostrar su condición de seres inferiores.





Si les pides un cuaderno de forma italiana, se rascan la cabeza, miran al techo como si temieran la aparición de una gotera y preguntan: “¿italiana?” A continuación se dirigen a su jefe, jerarca que domina las formas de los cuadernos.

Para culturas menos refinadas que la nuestra, la existencia del empleado ignorante sería superflua. Ignoran que representa un decisivo eslabón en una cadena. Su incapacidad para hacer otra cosa que repetir la última palabra que dicen los clientes señala su verdadero cometido: demostrar que hay alguien superior.

En un sistema tan estratificado como el nuestro, la cortesía no es una forma de comunicación sino un instrumento de defensa. Nos somos amables por amor al prójimo, sino para despistar al enemigo. “Más respeto, que no somos iguales”, dice el fracasado sin otro recurso que la discriminación.

Quien se conduce con destreza no necesita pronunciar esa frase desesperada; domina la situación con una urbanidad más fuerte que el desprecio. Nuestra alambicada manera de hablar permite que el que dice más frases de cortesía es el que se sale con la suya.

El jefe pide que “le hagan el favor, si no hay inconveniente”. “Sarita, ¿sería tan amable de sacarme mil fotocopias?”, pregunta el licenciado. Sarita sale de la oficina sin contestar, lo cual no necesariamente es grosero: el silencio es el privilegio de los derrotados.

La amabilidad cortesana demuestra que podemos imponernos con suavidad. Decirle “señito” a una mujer significa que estamos por arriba de ella.

Eso sí, el licenciado que controla a Sarita con exquisitez tiembla cuando le habla el subsecretario y responde “sí, señor” a las amables solicitudes que recibe.

El diálogo mexicano es un ajedrez donde las primeras cuatro o cinco jugadas son de protocolo: significan que ya estamos jugando.

Como las buenas maneras son un recurso defensivo, la verdad es un ingrediente de alto riesgo. En el laberinto de nuestro idioma, la sinceridad puede implicar caída libre. El que comienza diciendo “con todo respeto...” acaba ofendiendo.

Para demostrar cordiales desacuerdos hemos inventado fórmulas abstrusas. Ante un argumento inaceptable, contraatacamos con este exordio: “Aceptando sin conceder...”. Eso demuestra que somos tercos pero respetuosos.

Si no fuera porque existen códigos internacionales, para aterrizar en el país, los pilotos tendrían que decir: “No sea malito, ¿me dice de favor si la pista 1 está libre?”. La preposición es importante: pedir algo por favor es correcto; pedirlo de favor es cálido y popular.

El uso cada vez más generalizado de la procacidad y la pornolalia ha refrendado el valor de la amabilidad como recurso de supervivencia. Los chavos que ante unas chelas hablan como si tocaran con Molotov, hablan como Joaquín Pardavé al pedir trabajo (con la gracia añadida de que no saben quién fue Joaquín Pardavé: el idioma tiene dinámica propia).

Nuestro lenguaje procura ser relativo y condicional para no molestar con la grosería de ser directos. El mexicano no ordena una torta; por mucha hambre que tenga, pregunta con prudencia de sobreviviente: “¿sería tan amable de traerme una de lomo?” “Lo Cortés no quita lo Cuauhtémoc”, dice un refrán destinado a tranquilizar al mexicano rijoso. Se puede ser educado sin renunciar al filo de obsidiana. En nuestro criollo universo, las buenas maneras coexisten con la violencia, según revela nuestro escudo: para subir al nopal, el águila pidió permiso primero; luego se zampó a la serpiente.

La amabilidad se ha arraigado hasta convertirse en un automatismo no siempre lógico. Cuando el escritor argentino Manuel Mujica Láinez conoció a Juan Rulfo, le hizo un elogio tan ditirámbico como merecido. Aquella barroca catarata significaba: “Usted es el mejor de todos”.

Rulfo respondió con austera elegancia: “Igualmente”.

En esta tierra aguerrida pero atenta al qué dirán, un elogio puede salvar el pellejo. Así lo entendió Guillermo Prieto. Venció a quienes querían matar a Juárez con inspirada zalamería: “Los valientes no asesinan”.

Los verdugos no quisieron estropear ese piropo.

La lengua cortesana permite sentir que habitamos una realidad distinta, un palacio donde el marqués nos dará su firma, el duque recordará que nos debe una propina, la condesa nos tratará con seductora indiferencia y todo eso nos permitirá humillar al paje con impecable educación.

Leído en http://criteriohidalgo.com/notas.asp?id=203629

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Por favor, sean civilizados.