Más resistencia que cambio se ha visto a lo largo del año. Con la realidad toparon los buenos deseos.
Sin pronosticar el destino de las reformas electoral y petrolera aún pendientes, el país entra en una nueva fase: aquella donde, con el marco jurídico necesario, la administración tendrá que legitimarse como gobierno a partir del aterrizaje de las reformas legislativas.
El rasero de la crítica ya no derivará del carácter del proyecto, sino de la capacidad y la velocidad para concretarlo y presentar resultados. Se acabaron los pretextos, viene el texto en un contexto bastante complejo.
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Durante estos meses, el presidente Enrique Peña Nieto se despachó tres pájaros de un tiro con las iniciativas legislativas pactadas.
Uno, sacar adelante, pese a ajustes y tropiezos, las propuestas enviadas al Congreso. Dos, ejercer contra la pared actos de autoridad ante pesados factores y actores sociales y económicos, luego de que ese valor parecía más bien un recuerdo. Tres, trastocar una frase que disfrazaba de vocación democrática la incapacidad política: el Ejecutivo propone y el Legislativo dispone.
El jefe del Ejecutivo está ahora obligado a sustanciar el título de su investidura y mostrar enorme talento político y administrativo para conducir la acción de gobierno. Está obligado a legitimarse en el poder, en el poder presidencial que estructuralmente está lastimado y, además, a entender que la crítica ya no recaerá sobre sus intenciones, sino sobre sus resultados. Se dice fácil, pero no lo es.
A pesar de ubicarse en polos diametralmente opuestos, los intereses que sienten amenazados sus privilegios comparten un malestar profundo y los une el ánimo de resistir el cambio anunciado. Un tono rebelde emparenta su resistencia y, en una paradoja, se resuelven las críticas al mandatario.
Desde la izquierda no partidista lo acusan de pretender privatizar lo nacionalizado y desde la derecha no partidista lo acusan de nacionalizar lo privatizado. La paradoja consiste en que esas embestidas de un lado y del otro no lo colocan al centro, lo prensan. Recibe la hostilidad de los más diversos frentes sin contar con la solidaridad plena de los partidos opositores que, supuestamente, con él pactaron.
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Es comprensible la circunstancia. Por años se siguió un modelo económico y social sin cuestionarlo. Uno donde el jefe del Ejecutivo, en el mejor de los casos, administraba el legado; y, en el peor, se asumía como empleado de los intereses que, en ese modelo, se encontraban a gusto.
Los ajustes propuestos sacudieron la zona de confort de esos intereses y agotada, por estos, la posibilidad de frenarlos en su intención, ahora la resistencia se corre al campo de la instrumentación. Tal circunstancia exige al gobierno actuar con velocidad para evitar que las reformas queden como leyes inaplicables, y combatir la corrupción y el despilfarro para contener la crítica que observará con rabia y detalle qué uso se da a los dineros y los instrumentos de los que, en principio, dispondrá.
De la destreza para conducir los proyectos de manera veloz, el jefe del Ejecutivo ha dado muestra. No, así, de la decisión de marcarle un alto a la corrupción y el despilfarro. El proyecto de ley para combatir esos vicios ancestrales no quedó inscrito como una prioridad en la agenda legislativa y sí, en cambio, han aflorado casos frente a los cuales no se ha actuado con contundencia ejemplar.
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Antes de la elección intermedia, el gobierno está impelido a cumplir una condición. Instrumentar y aplicar las reformas al punto que sus resultados rindan o, al menos, perfilen frutos. Descontando la campaña de esa elección, año y medio es el periodo para alcanzar esa meta. Es muy poco tiempo.
Esa circunstancia deberá llevar al mandatario a valorar si el equipo que concibió los ajustes es el indicado para operarlo. No siempre se pasa de un estadio a otro en automático. Concebir y operar son cosas distintas, demandan habilidades diferentes. Y, además, tendrá que mantener la coordinación, el equilibrio y la disciplina de ese equipo que, ante lo conseguido, estará tentado por la ambición prematura de poder sucederlo.
De la velocidad en la ejecución de la obra y de la capacidad para evitar que la corrupción atente en contra de ella depende, ahora, el destino del sexenio.
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En el contexto donde el jefe del Ejecutivo deberá acreditar su título, hay un capítulo explosivo que puede colapsar las reformas emprendidas y, en el cual, no se advierte un avance sostenido: el de la inseguridad pública y la paz social.
En términos mediáticos perdieron presencia, pero la actividad criminal y la explosividad social alertan de cuán volátil es la atmósfera que respira el país. A veces se expresan en una región, a veces en otra, pero prevalecen y enrarecen cuando no vulneran la posibilidad de concentrar la atención estrictamente en el campo de las reformas. Si el gobierno no acredita el sometimiento de la fuerza y la violencia criminal así como la capacidad para desactivar la explosividad social, las reformas no encontrarán terreno fértil para prosperar.
Particularmente, en la vertiente sur-Pacífico -sin descontar focos rojos en plazas distintas y distantes de esa región- se está configurando un corredor de miedo. De manera alterna o consecutiva, Michoacán, Guerrero, Oaxaca y Chiapas presentan síntomas de ingobernabilidad e inestabilidad.
En ese corredor, la actividad criminal, el descontento social con tinte insurreccional y la pusilanimidad política se expresan de manera brutal. No sólo no se ve gobierno, no se ve Estado en esa región. Si la expresión de ese acontecer llega a conjuntarse, cualquier día será bueno para encontrarse con un problema de una magnitud superior a lo ya visto. Y lo ya visto, a lo largo de los años, no ha sido poco.
Si el gobierno no reivindica el control y el dominio del territorio, así como el ejercicio del monopolio del Estado en el uso de la fuerza como en el de la hacienda, el malestar social por estar sujeto a dos o más fuegos, por pagar doble tributo al Estado y al crimen, y por estar limitado en el ejercicio de sus derechos y libertades, las reformas en vez de formar parte de la solución podrían convertirse en parte del problema.
Revertir la inseguridad pública también es clave en el destino del gobierno.
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A 11 meses de haber iniciado el sexenio, el país pasa a otra fase. La sociedad va determinar si impulsa el cambio o la resistencia y la administración a constituirse o no en gobierno.
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